Pasar al contenido principal

¿Qué es boulesis.com? Empieza aquí

René Descartes

Apuntes sobre el filósofo francés

La pasión por la certeza y el método cartesiano

La pasión por la razón y la certeza

El pensamiento cartesiano puede considerarse como una respuesta a la incertidumbre de la época en la que fue formulado: por un lado, el hundimiento de un modelo científico (el geocentrismo) y el nacimiento de una nueva forma de ver el universo (heliocentrismo) cuyas consecuencias marcarán la modernidad. Por otro lado, el siglo XVI está condicionado por la escisión que se produce entre el catolicismo y el protestantismo. La ciencia y la religión, las dos grandes “fuentes” de la verdad, se ven acosadas por la duda, problema teórico que se verá acompañado de consecuencias prácticas: condena a Galileo, guerras de religión… En estas circunstancias de crisis, Descartes intenta construir un sistema filosófico que resuelva esa incertidumbre generalizada, encontrando en la razón humana la roca firme sobre la que construir un sistema de conocimiento que resista el ataque de la duda, una filosofía en la que el error no tenga cabida. Por eso no es de extrañar que sea la matemática su ciencia preferida, y que despreciara la educación libresca. El proyecto filosófico cartesiano destaca precisamente por su aspiración a unificar todas las ciencias, que deben utilizar el mismo método. Por ello, el problema del método será uno de los que más atención reciba en su sistema: los errores teóricos no proceden de la falta de inteligencia, sino del camino seguido para encontrar la verdad. Y este método no puede ser otro que el matemático como veremos más adelante. Este proyecto de unificar las ciencias se reflejará en una conocida metáfora cartesiana, según la cual todos los saberes humanos forman una unidad orgánica, similar a un árbol:

“Toda la filosofía es como un árbol, cuyas raíces son la metafísica, el tronco es la física y las ramas que salen de ese tronco son todas las demás ciencias, las cuales se pueden reducir a tres principales: la medicina, la mecánica y la moral.”

Bajo estos parámetros, la filosofía cartesiana intentará encontrar una certeza sobre la que construir una ciencia segura e indudable. Un desarrollo teórico infalible, que vuelva a posibilitar la aparición de verdades universales.

El método cartesiano

Rene Descartes

El carácter científico de Descartes queda bien claro desde el mismo título de una de sus obras centrales: Discurso del método para dirigir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias, seguido de la Dióptrica los Meteoros y la Geometría. Ciencia y filosofía van muy unidas en toda la obra cartesiana, y no sólo por la metáfora del árbol, sino también por un nervio común que vertebra todas las disciplinas: el método. Para Descartes la diversidad de opiniones y el error que de la misma puede derivarse no es consecuencia de una falta de inteligencia, sino del método seguido. La inteligencia aplicada por el mal camino no puede conducirnos muy lejos, y por eso hemos de plantearnos, antes de lanzarnos a la búsqueda de la verdad, cuál es el camino que mejor puede conducirnos a su consecución. Todos los enfrentamientos y problemas teóricos pueden disolverse si fijamos un método, un conjunto de “reglas ciertas y fáciles, gracias a las cuales todos los que las observen exactamente no tomarán nunca por verdadero lo es que es falso, y alcanzarán –sin fatigarse con esfuerzos inútiles, sino acrecentando progresivamente su saber- el conocimiento verdadero de todo aquello de que sean capaces”. Estas reglas deben salvarnos de la crisis de fundamentos a la que antes hacíamos referencia, a ese “vacío” de verdad que se produce a lo largo del siglo XVI. La motivación esencial de Descartes al emprender esta tarea metódica es superar esa irreconciliable oposición entre teorías, religiones y puntos de vista, ese desfondamiento que deriva de la inseguridad ante verdades contradictorias.

El método cartesiano tiene como referencias dos elementos distintos:

1) Por un lado, el método de resolución-composición de la escuela de Padua y Galileo. Según este método, ante cualquier problema científico debían seleccionarse, en primer lugar, las variables relevantes (propiedades esenciales), para a continuación, en un proceso abstractivo, establecer hipótesis teóricas expresadas matemáticamente que explicaran el fenómeno. De estas hipótesis se deducirían (de ahí proviene el nombre de método hipotético-deductivo) diversas consecuencias que debían ser comprobadas por medio de un experimento, que evaluará su veracidad. Si bien dicho método combina la experiencia con el trabajo deductivo, Descartes privilegiará el razonamiento sobre cualquier tipo de experimentación empírica. El análisis conceptual y la deducción racional se imponen sobre el conocimiento sensible, que a menudo es responsable de muchos de nuestros errores.

2) La influencia de las matemáticas. Si algo maravillaba a Descartes de esta ciencia, era precisamente que todos sus desarrollos pueden seguirse sin necesidad de apelar a la experiencia. En matemática las verdades son evidentes y demostrables, y basta la razón para conocerlas. De hecho, el precedente más remoto del método cartesiano podemos encontrarlo ya en la geometría de Euclides: se trata en definitiva de ir deduciendo nuevas y más complejas verdades tomando como punto de partida otras más sencillas y evidentes.

La propuesta cartesiana tiene, por tanto un doble objetivo: pretende evitar el error y llegar a verdades indudables, y por otro lado extraer nuevas verdades a partir de las ya conocidas. Para ello, Descartes afirma la necesidad de destruir todo el conocimiento anterior, y comenzar a levantar un nuevo edificio del conocimiento (tarea constructiva, ars inveniendi), en el que sólo aparezca la verdad y sean eliminados los prejuicios o las verdades basadas en argumentos de autoridad. En esta labor de destrucción y construcción, intervendrán dos facultades características de la razón humana: la intuición y la deducción. La primera, por la que conocemos de un modo inmediato verdades evidentes, juega un papel esencial en las dos primeras reglas, mientras que la segunda, por la que accedemos a nuevas verdades a partir de las ya conocidas, es la protagonista de las dos segundas. Las reglas del método cartesiano, tal y como aparecen en el Discurso del método, son las siguientes:

  1. Regla de la evidencia: “No admitir jamás como verdadero cosa alguna sin conocer con evidencia que lo era; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender en mis juicios más que lo que se presentare a mi espíritu tan clara y distintamente que no tuviese motivo alguno para ponerlo en duda.”
  2. Regla del análisis: “Dividir cada una de las dificultades que examinase en tantas partes como fuera posible, y cuantas requiriese su mejor solución.
  3. Regla de la síntesis: “Conducir ordenadamente mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, como por grados hasta el conocimiento de los más compuestos; y suponiendo un orden aun entre aquellos que no se preceden naturalmente unos a otros.”
  4. Regla de las comprobaciones: “Hacer en todo enumeraciones tan completas, y revisiones tan generales, que estuviera seguro de no olvidar nada”

La primera regla establece la evidencia como el criterio último para separar lo verdadero de lo falso. La verdad debe ser evidente, y para acceder a la misma necesitamos de la intuición, de un acto puramente racional por el que la mente “ve” de un modo inmediato, directo y transparente una idea. La evidencia sería la propiedad de aquella idea que le hace aparecer ante la mente con claridad y distinción. A su vez, Descartes explica también ambos conceptos: es clara la idea que es “presente y manifiesta a un espíritu atento”, mientras que es distinta “la que es de tal modo precisa y diferente de todas las demás que no comprende en sí misma más que lo que aparece manifiestamente a quien la considera como es debido.'

Una de las consecuencias más importantes de esta regla es que la realidad pierde la objetividad. Ya no hay una realidad fuera del sujeto, sino que ésta queda convertida en un contenido más del pensamiento. Así, la verdad pierde su dimensión ontológica: no hay una verdad en la realidad, una adecuación entre pensamiento y realidad. Ahora la verdad es una propiedad de las ideas que les hace aparecer como evidentes. Verdad es, para Descartes, igual a evidencia, y el mundo se subjetiviza, es un contenido de la conciencia del sujeto, lo que después planteará el problema de cómo enlazar con el mundo material que percibimos a través de los sentidos.

Si la primera regla pretende alcanzar las primeras verdades, la segunda y la tercera nos explican cómo podemos deducir nuevas verdades a partir de las ideas claras y distintas ya conseguidas. En la primera parte (regla del análisis) se descompone el problema hasta sus partes más sencillas (naturalezas simples, resultado del proceso analítico). A continuación se procede a la inversa, recomponiendo el problema original, con la ventaja de conocer ahora sus partes más elementales y las relaciones que existen entre ellas. En este proceso interviene la deducción, que es la que se encarga de relacionar correctamente unas ideas con otras.

Por último, como medida de precaución, Descartes exige que se realicen distintas comprobaciones de todo el proceso recorrido, especialmente en lo que respecta al análisis y la síntesis, que son las partes del método en las que más fácilmente pueden colarse los errores. Como resultado de todo esto, se tendrá un sistema de conocimiento con garantías de certeza, puesto que cada regla soporta y transmite la verdad en todo el recorrido.

La aplicación del método: metafísica cartesiana (I)

Una vez formulado el método, Descartes comienza a aplicarlo para desarrollar ese árbol de la ciencia del que hablábamos antes. Puesto que la raíz de este árbol es la metafísica, será éste el primer paso que hemos de dar: ver cómo se puede aplicar el método cartesiano a la concepción de la realidad.

La duda metódica y el Cogito

Si queremos ser fieles al método, comenzaremos fijándonos en la primera regla: según ésta sólo podemos aceptar como verdadero aquello que se nos presente con absoluta evidencia, es decir, aquello de lo que no quepa la posibilidad de dudar. Por eso, Descartes adopta la duda como método, como camino para alcanzar una verdad absolutamente evidente de la que nadie pueda dudar. Si dudamos de todo nuestro conocimiento, pero aún así queda algo que siga presentándose como evidente, ese resto indubitable y cierto puede considerarse como la primera verdad de esta metafísica que estamos buscando. Esta viene a ser la propuesta cartesiana: pongamos a prueba todas nuestras verdades, veamos si resisten incluso los más desconfiados y extravagantes planteamientos de la duda, y si es así, podremos considerar que aquellas verdades que se nos sigan presentando con evidencia son lo suficientemente sólidas como para construir toda la metafísica sobre ellas.

Conviene subrayar que la duda cartesiana no es una duda escéptica. En ningún caso pretende Descartes destruir todas las verdades conocidas, rechazar las posibilidades del conocimiento, o negar nuestra capacidad de conocer lo real. Su duda pretende “tan sólo buscar la verdad”: se trata de una estrategia, un camino cuyo destino último no es la suspensión del juicio o la incertidumbre, sino la verdad evidente. De hecho, ya desde el planteamiento del método se muestra Descartes convencido de que es posible alcanzar este tipo de verdades. De lo que se trata por tanto es de poner a prueba nuestro conocimiento, con el objetivo de ver cuál resiste la prueba de la duda y puede servirnos para construir el edificio del saber. Aunque aparentemente la duda pueda parecer una estrategia destructiva, su propósito es, por el contrario, constructivo, y está muy alejado tanto del escepticismo clásico, como del que se deriva de tesis empiristas como las que defenderá David Hume.

Por lo tanto, aplicando la regla de la evidencia, nos vemos obligados a poner entre paréntesis todas nuestras creencias, incluso aquellas más sólidas y cotidianas. Todo lo dudable no puede ser más que un débil fundamento para la metafísica buscada. Por todo ello, Descartes extiende la duda de un modo gradual:

  1. En primer lugar comienza dudando de nuestros sentidos: si éstos nos engañan a veces y creemos percibir cosas que en realidad no estamos percibiendo, nada impide que verdaderamente nos estén engañando siempre, y todos los datos que nos llegan a través de los sentidos sean en realidad falsos.
  2. Pero también es posible dudar de nuestra razón: cuántas veces nos equivocamos resolviendo cualquier problema, o siguiendo razonamientos de tipo lógico o matemático. Si nos equivocamos alguna vez, sería posible también que nos equivoquemos siempre, y pensemos que razonamos de un modo correcto, cuando en realidad vivimos en el error permanente.
  3. Pudiera parecer que es exagerado dudar siempre de los sentidos y la razón por el hecho de que éstos fallen alguna vez. Sin embargo, sí cabe plantearse hipótesis teóricas que lleven la duda más lejos. De hecho, argumenta Descartes, no somos capaces de distinguir la vigilia y el sueño: todo lo que percibimos y razonamos mientras soñamos nos parece tan vívido y real como lo que experimentamos despiertos, y no somos conscientes de que estamos soñando. ¿Acaso no podría ser la vida un mero sueño, una ilusión? Ni siquiera tenemos la certeza de que el mundo real que percibimos exista realmente.
  4. Llevando la duda hasta los límites más insospechados, Descartes se plantea aún otro motivo para dudar: ¿Y si existiera un genio maligno dedicado exclusivamente a que me engañe, es decir, a que perciba el mundo permanentemente de un modo erróneo, y a que cada vez que razono me equivoque? La hipótesis del genio maligno nos deja completamente inermes e indefensos ante la duda, y aunque parezca una posibilidad inaceptable, hemos de entenderla dentro del proceso cartesiano de búsqueda de la verdad.

Si cualquiera de nosotros sigue este camino de la duda, se irá dando cuenta de que progresivamente vamos perdiendo contacto con la realidad, hasta quedar completamente entregados al escepticismo: ya no podemos estar seguros de ninguna verdad sobre el mundo, y nuestra capacidad de razonamiento se ve radicalmente cuestionada. Ninguna de nuestras creencias (basadas la mayoría en la experiencia, en la tradición, en las costumbres o en la autoridad) sobreviviría a este ejercicio filosófico que Descartes propone. Sin embargo, en el mismo acto de dudar Descartes encuentra una primera verdad indubitable sobre la que fundar su sistema: de la duda surge un “resto indubitable”, una verdad que resiste toda duda, incluso la extraña hipótesis del genio maligno: “estoy dudando”. En el acto de dudar puedo eliminar todo contenido, cualquier objeto de la duda. Puedo dudar de todo. Pero de lo que no puedo poner en duda es que estoy dudando, por lo cual “pongo” la duda. Dado que la duda es una forma de pensamiento, Descartes concluye: “pienso luego existo”, primer principio absolutamente evidente de su filosofía. Sobre el cogito cartesiano debemos tener en cuenta los siguientes aspectos:

  1. En primer lugar, llama la atención que Descartes no diga “dudo, luego existo”, sino “pienso, luego existo”. El pensamiento (cogitatio, actividad de pensar) es para Descartes todo aquello que ocurre en nosotros, todo acto consciente del espíritu. De lo que se trata es, por tanto, de la conciencia. En la filosofía cartesiana el mundo queda encerrado dentro de la conciencia, y como veremos más adelante, habrá muchas dificultades para volver a contactar con la realidad. El mundo termina subjetivizado como contenido de conciencia. Esta subjetivización implica que la evidencia se da sólo en el interior del sujeto. Ortega solía decir, de un modo muy gráfico, que Descartes encierra el mundo en la garita del pensamiento: para el sujeto es evidente su experiencia de la conciencia, pero no puede salir de ahí. Es el acto de pensar (cogitatio) lo que resulta evidente a la conciencia, pero no el contenido (cogitatum) de ese pensamiento. En cierta forma, este problema de la subjetivización va a estar presente en toda la modernidad, y a menudo se estará cerca del solipsismo.
  2. La verdad del cogito no deriva de ningún tipo de deducción, sino que es una intuición pura, inmediata y evidente de la conciencia. Se trata de una idea clara y distinta de la conciencia, que no es sólo conciencia del mundo, sino, de un modo mucho más profundo y primordial, conciencia de sí misma.
  3. La formulación del cogito no es del todo novedosa. Ya San Agustín (siglo IV d.C.) había escrito “si fallor, enim sum”. Sin embargo, lo que sí es original y particularmente importante es la función que desempeña el cogito en la filosofía cartesiana. Es la primera verdad sobre la que se fundan todas las demás, y sin la cual las demás carecerían de sentido. Descartes se descubre a sí mismo como algo que piensa, y a partir de este pensamiento llega a su existencia. Al menos en tanto que pensamiento, tiene que tener algún tipo de existencia. Por eso, la evidencia del cogito nos orienta ya hacia otro concepto central de la filosofía cartesiana: la sustancia. El “pienso luego existo” nos obliga a intuir un “yo”, una sustancia que existe y cuya esencia es el pensar. Y esto nos lleva a indagar el concepto de sustancia.

La aplicación del método: metafísica cartesiana (II)

La sustancia

Para Descartes sustancia es sinónimo de “cosa”, y en consecuencia será sustancia todo lo concreto existente. La única condición que establece para que algo sea sustancia es su independencia, de modo que la definición cartesiana es la siguiente: “una cosa que existe de tal manera que no tiene necesidad sino de sí misma para existir”. Esta definición es construida de un modo “a priori”, tal y como hacen los geómetras con sus definiciones, por lo que no es necesario demostrarla. Las definiciones juegan en el sistema cartesiano una función similar: se establecen al margen de la experiencia para poder demostrar nuevas proposiciones con ellas.

Si nos tomamos esta definición en sentido estricto, deberíamos concluir que sólo Dios es sustancia, puesto que el resto de criaturas necesitan de Dios para existir. Por ello, el concepto de sustancia no se refiere del mismo modo a Dios que al resto de seres. En un sentido absoluto sólo Dios es sustancia, mientras que todas las demás criaturas lo serán de un modo derivado. A partir de esto Descartes establece la existencia de dos tipos de sustancias:

  1. Sustancia infinita (Dios), que es la sustancia por excelencia.
  2. Sustancia finita, que tan sólo necesitan de Dios (de un ser que les dé la existencia) para existir. Ninguna sustancia finita necesita de otra sustancia finita, sino de Dios.

Al concepto de sustancia, le añade Descartes el de atributo y modo. El atributo es la esencia de la sustancia. Así, habrá dos atributos principales de la sustancia finita: la extensión (res extensa, mundo material) y el pensamiento (res cogitans, mundo espiritual). Por su parte, el modo sería la forma en la que se da el atributo: modos de la extensión serían, por ejemplo, el tamaño, el volumen, la figura… mientras que el pensamiento tendría modos como por ejemplo la duda. Con estos tres conceptos (sustancia, atributo y modo) trata de explicar Descartes toda la realidad, lo cual ejercerá una importante influencia en toda la tradición racionalista, como se puede ver, por ejemplo, en Leibniz o Espinoza.

La sustancia infinita

Continuando con esta investigación de la sustancia desde un punto de vista racional, Descartes se centra en la sustancia infinita. Ofrece las siguientes demostraciones:

1) En el proceso que desembocaba en el cogito, Descartes se descubría a sí mismo como un ser que duda, y entendía que la duda era una de las formas (de los modos, podríamos decir ahora) del pensamiento. Igualmente, se da cuenta de que “hay más perfección en conocer que en dudar”: cuando conocemos somos mejores (más perfectos) que cuando dudamos (recordemos la obsesión cartesiana por la certeza). Con este razonamiento encontramos dentro de nosotros una idea muy importante: la de perfección. Podemos preguntarnos ahora de dónde procede dicha idea. Para Descartes hay 3 clases de ideas:

  1. Innatas: serían aquellas ideas con las que nacemos, que no dependen de la experiencia. Son las ideas producidas por el pensamiento mediante el mero ejercicio de pensar.
  2. Adventicias: son las ideas que proceden de fuera, aquellas que formamos a partir de la experiencia.
  3. Facticias: son las ideas que construimos nosotros, combinando diferentes aspectos de las ideas adventicias entre sí, o incluso con rasgos de las ideas innatas.

La pregunta ahora sería ¿qué tipo de idea es la de “perfección”? ¿de dónde procede esta idea? La respuesta de Descartes es clara: la idea de perfección no puede provenir de la experiencia, pues no percibimos nada perfecto. Tampoco sería posible que dicha idea haya sido construida por una naturaleza imperfecta, como la del ser humano. Por tanto, la idea de perfección tiene que ser una idea innata, y ha tenido que ser puesta en el ser humano por un ser perfecto, que sería Dios o la sustancia infinita.

2) Este mismo tipo de demostración aparece relacionado también con la idea de infinitud. En el fondo, se trata de argumentaciones claramente racionalistas, levantadas sobre la convicción de la existencia de ideas innatas. En cierta forma, las demostraciones cartesianas pueden recordarnos al argumento ontológico de San Anselmo, que Descartes propone en el Discurso del método. Al igual que la idea de triángulo nos obliga a pensar que la suma de sus tres ángulos es igual a dos rectos, la idea de ser perfecto no puede ser concebida sin pensar inmediatamente en la existencia del mismo, con lo que sería “al menos tan cierto que Dios, que es un Ser perfecto, es o existe, como lo pueda ser cualquier demostración de geometría.”

3) Pero junto a estas demostraciones “racionalistas”, aparecen también otras más cercanas a la experiencia. Se trata de demostraciones que nos remiten al Dios creador al que se llega también a través de las vías tomistas. Si el yo existe, sin haber sido capaz de darse la existencia a sí mismo y sin ser capaz de conservarse en la existencia, entonces tiene que existir necesariamente otro que da la existencia a ese yo, y además logra conservarle en la existencia. De la intuición directa del yo como sustancia, puede derivarse, aplicando el principio de casualidad, la existencia de un Ser superior responsable de todo lo existente. Dios sería el origen y el conservador de todo lo existente, y también todas las perfecciones derivan directamente de Dios. Desembocamos así en un Dios creador, un ser perfecto y dueño de la existencia que, tal y como nos lo presenta Descartes en las Meditaciones metafísicas, “ha creado el cielo y la tierra, y todo cuanto en ellos se contiene, y, además, puede hacer todo lo que concebimos claramente, a la manera en que lo concebimos.”

Tan importante como las demostraciones es el lugar que ocupa la idea de Dios dentro de todo el sistema cartesiano. Si recordamos los pasos dados hasta ahora, nos encontrábamos con un yo seguro de su existencia (pienso luego existo), pero que sigue completamente aislado del mundo, y no es capaz de encontrar más verdades. Sin embargo, un ser Perfecto no puede permitir que el yo viva en el engaño permanente. Así, Dios neutraliza cualquier tipo de duda o desconfianza respecto a la realidad, y elimina la posibilidad de que haya un genio maligno que me engañe permanentemente. Gracias a la demostración de la existencia de Dios, Descartes consigue sacar al yo de esa situación de aislamiento forzoso en que le había dejado su obsesión por la certeza. Dios funciona así como un puente entre el yo y el mundo: podemos estar seguros de su existencia, e incluso de los datos más elementales que los sentidos nos proporcionan, porque estamos seguros de la existencia de Dios. En este sentido, Dios desempeña tres funciones esenciales:

  1. Garantía última del conocimiento verdadero. Las evidencias lo son porque Dios es evidente. Dios, que es bueno y veraz, no ha podido crear al hombre para que éste viva permanentemente en el engaño y la falsedad, y si podemos llegar a conocer con certeza su existencia, eso debe servirnos como garantía última del resto de evidencias. En último término, todo conocimiento evidente es verdadero porque la existencia de un Dios bueno y veraz (no cabría un Dios malo y engañador ya que es un ser perfecto) se nos presenta con evidencia.
  2. Dios es el que conserva en la existencia al mundo y al propio sujeto. Dios está creando permanentemente y se encarga de mantener en la existencia todo lo creado.
  3. Origen del movimiento. Dios impulsa el mundo, y luego conserva constante su cantidad de movimiento y reposo.

La naturaleza y la importancia del racionalismo

La naturaleza

La concepción cartesiana de la naturaleza se caracteriza por varias notas distintivas que van a estar presentes en toda la modernidad, y que van a orientar el desarrollo científico. Tales rasgos son:

  • Mecanicismo: el universo es una gran máquina sometida a leyes. Todo queda reducido a materia (extensión) y movimiento. Con esta metáfora, a menudo habrá referencias a Dios como el gran relojero del mundo, encargado no sólo de “construir” el universo, sino de mantenerlo en funcionamiento.
  • No existe el vacío: el universo está lleno de materia, y no es posible concebir una extensión vacía. El universo es un “plenum”, y el vacío no existe.
  • Privilegio de las cualidades primarias (aquellas que pueden expresarse numéricamente, objetivas) sobre las secundarias. El científico debe ignorar cualquier aspecto subjetivo, y se niega la existencia de principios de acción intrínsecos. La física debe centrarse en el contacto observable entre los cuerpos.

La máquina del mundo es puesta en funcionamiento por Dios, y a partir de su inmutabilidad se derivan las 3 leyes de la naturaleza que Descartes enuncia:

  • Principio de inercia: “cuando una parte de la materia ha comenzado a moverse, no hay razón alguna para pensar que dejará de hacerlo con la misma fuerza, si no encuentra nada que retarde o detenga su movimiento.”
  • Movimiento rectilíneo: “Todo cuerpo que se mueve tiende a continuar su movimiento en línea recta.”
  • Conservación del movimiento: “Si un cuerpo que se mueve encuentra otro más fuerte que él, no pierde nada de su movimiento; y si encuentra otro más débil que puede ser movido por él, pierde tanto movimiento como transmite.”

Descartes, el racionalismo y la ciencia europea

Como suele ocurrir con los grades filósofos, la importancia de la filosofía cartesiana desborda ampliamente el marco de la filosofía. Sólo dentro de esta, destaca por ser uno de los máximos impulsores del racionalismo, cuyos frutos científicos (sobre todo en matemáticas) y filosóficos no son nada despreciables: filosofías como la de Spinoza, C. Wolff o Leibniz beben directamente de la fuente cartesiana. Pero como decíamos, la sombra de Descartes va mucho más allá de la filosofía: la valoración positiva de la ciencia y la evolución de la producción científica europea de los siglos XVII y XVIII, que culminará en Newton, es impensable sin el fondo teórico proporcionado por el racionalismo cartesiano. Ideas trascendidas y convertidas en ciencia, en formas de vida y culturas cuyo camino irá ya inseparablemente unido a esta forma de conocimiento. Por ello, la clásica pregunta que debemos hacernos al enfrentarnos a cualquier filósofo, a saber, ¿sigue ejerciendo su pensamiento alguna influencia en la actualidad?, se contesta de un modo casi inmediato en el caso de Descartes: y no porque se quiera magnificar su labor, sino porque la Ilustración y la explosión científica europea llevan el sello del racionalismo iniciado por él. Un racionalismo que será criticado por los autores empiristas, particularmente por Hume, y que necesita a buen seguro reconsiderar la función de la experiencia dentro del conocimiento, o de otras facultades humanas (sentimientos, pasión…) en la vida de cada individuo. Pero un racionalismo, no lo olvidemos, volcado hacia la física (Descartes fue el primero en enunciar el principio de inercia) e interesado también por esas pasiones que Descartes trata de describir en su tratado. Por ello, podemos concluir que el pensamiento cartesiano nos proporciona muchas claves explicativas, no sólo del desarrollo de la filosofía, sino también de la evolución de la ciencia y de muchas de nuestras formas de pensamiento, por lo que su lectura y revisión siguen teniendo sentido hoy en día.