Para empezar, el mero hecho de su existencia es motivo para el pensamiento: todos hemos oído decir alguna vez que hace no muchos años no había basura. Todo se aprovechaba, nada era superfluo en sociedades en las que faltaba de todo y nunca sobraba nada. ¿Acaso vivían en sociedades menos ecológicas o más sucias" Quien sabe. El mejor síntoma de la apreciación subjetiva y cultural de la basura podemos encontrarlo en los grandes contenedores o los basureros municipales: el desperdicio de unos es desgraciadamente el modo de vida de otros. Así es nuestra civilización, esta es nuestra cultura: vivimos en un sistema en el que unos comen entre las basuras de otros. Todos seres humanos en sociedades democráticas que garantizan la igualdad de oportunidades y la libertad. Expresado en términos políticos: los desagües del estado del bienestar están llenos de miseria. Y sonará duro, pero es una consecuencia natural del imperio de la basura: si a tantas actividades se le añade el adjetivo basura, parece que para occidente también hubiera hombres basura.
Y es que los olores económicos y políticos de la basura nos llevan al terreno antropológico: quizás la basura, por encima de otros escaparates, sea un lugar en el que investigar sobre la naturaleza humana. Y no sólo como productores/consumidores sino desde otra perspectiva: quizás en nuestra propia condición existan ya "desperdicios", sobras. Los genetistas hablan de "basura genética" y desde la tradición racionalista-ilustrada se han señalado ciertas remanencias del pasado como desperdicios: el instinto, el odio, la violencia... la irracionalidad. Esa es la verdadera "basura humana". El problema, sin embargo, se ha dado la vuelta a raíz de la posmodernidad que señala la ilusión de la razón (el ser humano que se imagina a sí mismo como racional, libre, dueño de sí) como la verdadera basura, como algo de lo que debemos precindir. Economía, política, antropología... y eso por no hablar de la ética de la basura. ¿Acaso no tenía razón Parménides en el pasaje señalado más arriba"
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