Abrumados como estamos con tanto recorte, tanta crisis y tanta mercadocracia, apenas prestamos la atención que debiera a resultados electorales que se están produciendo en algunos países europeos. Decía Adorno que el único sentido que podía tener la educación de un país es que Auchwitz no se repita. Objetivo nada desdeñable que solemos ignoran cuando nos enfrentamos a las cifras del llamado fracaso escolar, dejando de lado que hubo tiempos en los que en Europa el problema no era tanto el abandono o el número de suspensos, sino la forma de pensar de una sociedad, y de algunas de sus mentes más preparadas. En el año 2012 los campos de concentración y las cámaras de gas parecen algo superado, y son otras las preocupaciones. Inquietudes que, paradójicamente arrojan unos resultados que nos vuelven a colocar en el disparadero del totalitarismo: ascenso de los partidos de extrema derecha en Francia y en Grecia. Partidos filonazis que se acercan al poder empujados por la voluntad popular.
El nazismo no es sólo un problema político o social. Es también un problema educativo. La historia debería resultarnos familiar: en tiempos de dificultad económica, Hitler supo culpabilizar a todo un colectivo de los males que aquejaban su país. Varios años de la política del chivo expiatorio hicieron mella en una sociedad que sufría los efectos de una guerra. Que los clichés políticos y los mensajes prefabricados que posibilitaron el nazismo cobren nuevo auge entrado ya el siglo XXI es la mayor muestra del fallo de un sistema que no es capaz de evitar este tipo de manipulaciones. No es algo puntual, o que podamos achacar a países lejanos con los que no tengamos mucho que ver. Se puede palpar en la calle: el totalitarismo crece abonado por la intolerancia, que se puede comprobar no sólo en las actitudes de algunos líderes políticos sino en el ciudadano de a pie. Algunas pintadas callejeras son una más de sus manifestaciones: seguimos necesitando lecciones de democracia.
No creo equivocarme si generalizo una experiencia de aula que a buen esguro muchos compañeros han experimentado: alumnos del último curso de la secundaria o incluso de bachillerato descalifican abiertamente al presidente del gobierno, al margen del color de su partido. Otros, degradan a los inmigrantes y afirman rotundamente que han venido a nuestro país a robar puestos de trabajo a los nacionales y a colapsar nuestro sistema sanitario. Un último grupo se presenta como revolucionario y propone medidas políticas que reducirían al terror jacobino a un mero juego de niños. La historia reciente de nuestra civilización ha demonizado y Hitler y el nazismo como una de las experiencias más atroces que ha experimentado la humanidad. Si Hitler atribuyó a los judíos el origen de todos los problemas de la nación alemana, nosotros parecemos haber cargado en la cuenta del dictador alemán todos los horrores de occidente, que como civilización se presenta ante el mundo como la adalid de la democracia y los derechos humanos. Pero por mucho que nos duela, hay un dato que no podemos obviar: Hitler no pudo votar a la ultraderecha francesa hace dos semanas, ni tampoco estaba convocado ayer en las urnas griegas. Hay mar de fondo en occidente que parecemos querer ignorar.
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