Acostumbrados como estamos a llamar las cosas por su nombre, no nos damos cuenta del enorme poder que nos confiere el lenguaje. Circunstancia de la que eran plenamente conscientes nuestros antepasados: en diversas mitologías los nombres tienen un carácter prácticamente divino. Se trata de herramientas tan prodigiosas que sólo los dioses pueden ser sus artífices: o bien son ellos los encargados de crear las cosas nombrándolas, o bien ceden el privilegio a los hombres, con que ya se está marcando la frontera respecto al resto de animales. Nombrar las cosas: algo tan aparentemente sencillo mantiene hoy connotaciones trascendentales, aunque no solemos reparar en ellas. Los padres que van a alumbrar un nuevo ser cavilan sobre su nombre, pensando en la influencia que este puede tener a lo largo de la vida del recién nacido. Algunos de ellos son descartados para evitar cualquier parecido con tal o cual persona que se llama de la misma manera, mientras que algunos de los escogidos suelen incluir significados simbólicos. Un nombre es también un destino, una vida. En otras palabras: los nombres son mágicos.
No estamos hablando sólo de un poder simbólico o mítico: llamar las cosas es tener un poder real sobre ellas. Si nos falta el lenguaje, nos faltan las cosas y las personas. Un ejemplo docente: una de las primeras tareas de todo profesor es aprenderse el nombre de los alumnos. De lo contrario, no hay forma de dirigirse a ellos, salvo a través del genérico y abstracto "tú". Llamar a alguien, invocar un nombre, es ya establecer un vínculo comunicativo, crear un puente a través de la voz. Los nombres de las calles nos orientan y nos guían: cuando llegamos nuevos a una ciudad, notamos que no nos habla, no nos dice nada. No conocemos sus nombres, que son también sus secretos. Iniciarse en cualquier actividad o adentrarse en otros países y culturas pasa ineludiblemente por una paulatina revelación del lenguaje y las palabras: aquellos que inicialmente nos suena "a chino" termina cobrando sentido. Deja de ser un mero sonido para transformarse en un signo articulado, capaz de presentarnos la realidad, de mostrárnosla de una determinada manera.
Vivimos en la generalidad, en la abstracción. Aunque nada sea nunca absolutamente idéntico a otra cosa, creamos grupos enormes de objetos a los que poder incluir bajo una sola palabra. Un mismo nombre para todas las vacas del mundo. Por qué será que, frente a esto, algunos ganaderos conocen a cada una de sus vacas por su nombre. Por utiidad y practicidad abrazamos la imprecisión, posibilitando así una comunicación más o menos ajustada a nuestras necesidades. Sólo Funes el memorioso podría llamar a cada cosa por su nombre. Nosotros, perezosos y desmemoriados, nos conformamos con las vaguedades heredadas de un lenguaje que creemos "natural", sin pararnos a pensar en el enorme poder que nos otorga, en las posibilidades que nos abre. El único camino para acceder a los objetos que nos rodean es su nombre. Nombrar es saber, empezar a pensar. Tan grande es el poder de los nombres, su capacidad de hacer presente lo nombrado, que en no muchas culturas existen supersticiones que niegan el nombre a aquello que no se puede o no se quiere nombrar. ¿Cuántas veces hemos oído hablar de "el innombrable""
- Comentarios bloqueados