La experiencia de la lectura es tan diversa, abierta y plural como la vida misma. Hay libros que nos ayudan a pasar el rato o nos "entretienen", otros que se convierten en compañía permanente y silenciosa. La biografía de los que disfrutan leyendo ha de contar siempre con unas lineas en las que se especifique qué obras han dejado escrito un mensaje en la vida del lector. En cierta manera, la lectura implica una cierta "transfusión", no de sangre, pero sí de vidas, ideas, personajes, sentimientos y situaciones. El lector vive muchas vidas en una sola. Lo mismo le tiene que ocurrir al escritor: tiene que ser un vividor, no en el sentido más cotidiano del término, sino en un sentido más literal. En el acto de escribir tiene que dejarse la vida, proyectarse en las letras que va tejiendo y pintando. Algo que, sin embargo, no siempre se logra, y es aquí donde podría introducir una distinción fundamental que nos podría servir (sin pretender ser taxativos) para distinguir buenos libros de otros que no lo son tanto. Jugando a críticos literarios, quizás se podría aplicar este axioma: pasan a la historia de la literatura las obras de aquellos que se juegan la vida en cada palabra.
La expresión es, sin duda, algo dramática y lírica, pero pretende tener su sentido. El mercado editorial está lleno de quienes viven de escribir, no para escribir. Con esta distinción no se aspira a despreciar la obra de quienes logran grandes beneficios y copan las listas de los más vendidos. No estamos hablando del número de ventas sino de la forma de escribir. Hay autores cuya vida no guarda relación alguna con su obra: pueden crear y recrear nuevos mundos, situaciones más o menos reales o fantásticas y aunque en sus textos se cuelen retazos de sus propias experiencias, personajes inspirados en seres humanos de carne y hueso, son capaces de mantener una distancia más que considerable respecto a lo que escriben. El día que se escriba la biografía de estos escritores no necesitaremos referirnos a sus obras o a sus personajes: o dicho de otra manera, no accedo al autor a través de la obra. Viven de escribir, sin que esto sea peyorativo, pero no se cuelan en sus obras, no se inmortaliizan en ellas.
Hay otros autores que necesitan la escritura como el aire. Ganar dinero con su obra puede ser una cuestión secundaria respecto a lo que es una necesidad vital: dar rienda suelta a la palabra, poner el propio ser en cada uno de los párrafos. En estos casos, no hay manera de acceder a la vida del autor que no sea pasando por la obra. Hay quien pone la propia vida en cada palabra, en cada obra, en los personajes, y mucho antes que al entorno social o familiar es a la obra a quien hay que preguntar si se quiere saber algo del autor. La mejor manera de saber quiénes fueron Unamuno, Lorca o Machado es perderse entre sus obras. Y esto es quizás una de las condiciones imprescindibles para pasar a la historia de la literatura. La cuestión capital no es si se escribe para el mercado o para vender o si se hace con criterios estéticos. Mucho más importante es si el autor es capaz de traspasar el papel e ir calando en sus obras. Inmortalizarse en el mundo de la ficción es una forma de retratar también a la humanidad entera, que podrá después reconocerse en la lectura. Es difícil que quien vive de escribir pase a la historia y perviva en el tiempo más allá de las coyunturales listas de ventas. Sólo quienes hacen de su obra su propia vida (o al revés) encuentran un camino más seguro, en tanto que al escribirse nos escriben a todos. En esto consiste la literatura universal.
- Comentarios bloqueados