Todos estamos seguros de que la democracia es el menos malo de los sistemas posibles. Ningún otro de los diferentes sistemas políticos que se han implantado a lo largo de la historia ha demostrado ser más respetuoso con la dignidad del ser humano y los derechos esenciales que le corresponden. Los ciudadanos no participan directamente del gobierno, pero al menos tienen la opción de manifestarse al respecto cada cierto tiempo. Las diferentes votaciones que caracterizan la democracia son también ocasiones para influir de una manera un tanto vaga y difusa en la organización de la sociedad, pese a que una de las quejas más habituales apunta precisamente a la anulación del individuo, al abismo que se abre entre la papeleta en la urna y lo que ocurre en los siguientes años, en los que un grupo de individuos se sienten legitimados para tomar las decisiones que consideren oportunas. Sabemos que votamos a partidos, grandes corporaciones especializadas en política, y que no podemos asegurar qué van a hacer durante su mandato. Criticamos las instituciones democráticas, y en rara ocasión miramos hacia nosotros mismos. Hagámoslo hoy.
Mientras convertimos a los políticos en el blanco de nuestras iras, cabría preguntarse si acaso iría la cosa mejor si entre todos tratáramos de ponernos de acuerdo. Me explico: estoy seguro de que al poco tiempo de votar no son pocos los arrepentidos. Unos porque su partido no ha logrado el resultado esperado. Otros, porque las decisiones que toma el nuevo gobierno no tienen nada que ver con lo prometido o porque van en una dirección no esperada. La negociación de pactos para llegar a formar gobierno que suceden a las mayorías simples son un buen ejemplo. Si nos dejaran elegir, cada uno de nosotros sugeriría alternativas, pactos distintos. Y esto por no hablar de la variedad de temas en los que, según nos de el aire, creemos necesario un gran pacto de estado, en el que el gobierno y la oposición coincidan. Dicho con otras palabras: cada uno de los votantes tiene un conjunto de preferencias más o menos claras, e incluso sería capaz de ordenarlas de mayor a menos en caso de que su opción favorita no sea mayoritaria.
Cada ciudadano tiene sus propias opiniones, valores y creencias sobre la realidad y lo que en ella ocurre. Debajo de cada uno de nosotros laten diferentes órdenes sociales y probablmente no se equivocan quienes afirman que en cada ser humano duerme un pequeño tirano que necesita ser vigilado: El hombre es un animal que necesita un señor (Kant dixit). Si pretendiéramos hacer compatibles las preferencias de todos, nos daríamos cuenta de que es absolutamente imposible. De manera precaria y con toda la provisionalidad que se quiera, la democracia es una forma de reunir lo disperso, de gobernar lo ingobernable. Nuestros deseos, intenciones y preferencias se van solidificando, uniendo de manera más o menos natural, hasta cristalizar en una serie de instituciones que tratan de organizar lo público de una manera más o menos justa, eficaz y coherente con la sociedad. Entre el votante y el parlamento hay un largo camino en el que se van perdiendo las motivaciones que alentaron al ciudadano a acudir a las urnas. Si todas ellas tuvieran que estar representadas en el parlamento, quizás nos veríamos condenados a la inactividad: sería imposible decidir nada. Esto es lo que somos: demócratas por obligación, no por vocación ni por devoción.
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