Toda crisis lleva consigo algún aspecto positivo, independientemente de que nos sea conocido a más corto o largo plazo. Algo que sin duda no puede servir de consuelo a todos los que pierden su empleo o ven cómo sus ingresos alcanzan cada vez para menos cosas. Pero uno de los beneficios de esta larga crisis económica puede ser precisamente el cambio cultural que puede propiciar. Porque no nos engañemos: el origen de una crisis económica está en la propia cultura y, en último término, en una crisis de tipo moral. La crisis puede ser una oportunidad perdida si tan sólo nos preocupamos por un aumento del P.I.B. y la consiguiente bajada del paro. Focalizar el núcleo de la crisis en la economía puede ser una forma de evasión, síntoma de no haber terminado de comprenderlo todo correctamente. Ahora que las cosas no van nada bien estamos en el momento adecuado para replantearnos ciertas pautas y rasgos culturales, mucho más profundos que cualquier índice económico, y probablemente con un mayor impacto sobre nuestra vida diaria. Me estoy refiriendo a una idea que lleva ya un tiempo circulando por la red: la cultura del decrecimiento.
Los problemas más importantes de nuestra cultura no se remontan sólo a la quiebra de las hipotecas basura o al parón de la construcción y su brutal impacto sobre el resto de índices. En los años de la mal llamada bonanza económica todos los análsis sobre el agotamiento de recursos y el empleo de las energías naturales ya avisaban de que estamos agotando el planeta. Nuestra manera de vivir no era sostenible antes de la crisis y tampoco lo es en la actualidad. Por eso ahora que tenemos bien cerca algunas de las lagunas del capitalismo puede que estemos en disposición de replantearnos algnas cosas. A mi entender, no se trata de revivir debates ideológicos entre capitalismo y socialismo. Más allá de esto, lo urgente es darse cuenta de que la naturaleza no nos aguanta el ritmo, y que buscar modelos económicos menos productivos pero más eficientes es probablemete una de las únicas vías viables. Menos es más. Produciendo menos viviremos con menos comodidades, pero quizás logremos garantizar con mayor seguridad la continuidad de nuestra civilización. Hace ya varias décadas que las pautas de consumo no deberían regirse por lo que cada uno puede permitirse, sino por lo que el planeta puede permitirnos.
La cultura del decrecimiento implica, evidentemente, un cambio en nuestra manera de vivir. Es imposible mantener el nivel de consumo de los últimos años si optamos por el menos es más. Existen gestos cotidianos y sencillos: periodo de renovación de un teléfono móvil, uso de los medios de transporte, consumo de productos prescindibles... Una sociedad en decrecimiento tiene que enseñarnos a vivir de una forma distinta, más cercana a la austerdad que a la opulencia. Los críticos señalan que es económicamente inviable y que desde el punto de vista político se acerca a un autoritarismo y un intervencionismo difíciles de concebir en nuestro tiempo. ¿Qué pasa si alguien decide gastar sus propios recursos de una manera derrochadora, alejado del paradigma del decrecimiento" ¿Podría el estado obligarle a ajustarse a esa nueva forma de vida o sería un ataque inadmisible a la libertad individual" Como se ve, el trasfondo ecológico de la propuesta no logra evitar que las ideologías reaparezcan en el centro del debate. Se me ocurre una respuesta provisional: en tanto que somos cada uno de nosotros quienes formamos la sociedad y modelamos la cultura, la sociedad del decrecimiento podría ir siendo una realidad en tanto que cada uno, de manera invididual, opte por esta forma de vida. Una implantación "ética" y no política de una nueva cultura. ¿Se trata de una opción viable y posible o estamos hablando de una utopía"
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