Hay que leer. Es una de las frases en las que se insiste de manera machacona y sin mayores explicaciones. Las ferias del libro se acompañan de planes de fomento de la lectura, y de eternos debates como el de la obligatoriedad o no de la lectura como tarea académica. En algunos aspectos es mejor no hurgar mucho en el asunto, pues se dice que en España se lee cada vez más, pero los informes educativos sugieren que nuestros alumnos entienden cada vez menos. La obsesión burocrática llega hasta el extremo: según tengo entendido incluso en una enseñanza tan técnica y específica como la formación profesional hay que incluir el consabido plan de fomento a la lectura, que es obligatorio en toda programación didáctica que se precie. Como Sísifos del libro, cada año elaboramos planes que culminan al inicio de verano, voviendo a caer la pesada piedra del desapego hacia el libro y su cultura.
Esta obsesión por la lectura es cuestionada por Schopenhauer en uno de los pasajes finales de Parerga y Paralipómena. Explica el autor alemán que leer es similar a llevar nuestro pensamiento de la mano del autor del libro, que no deja de ser una suerte de andadera intelectual. En opinión de Schopenhauer la lectura es un obstáculo para el pensamiento libre y autónomo, y la tarea del educador consiste en seleccionar cuidadosamente qué títulos y autores se leen en cada caso. En consecuencia, no habría que leer mucho en la vida, pues esto tendría un efecto paralizante. Más bien, habría que leer poco pero bien: buenos textos que nos capaciten para echar a volar por nosotros mismos. Una idea, como tantas otras de las de Schopenahuer, políticamente incorrecta y que se dirige contra el gran prejuicio común que identifica un libro con un valor cultural incuestionable.
La cuestión es que quizás tenga Schopenhauer parte de razón. Que estemos ya un tanto saturados de según qué tipo de obras que sin embargo son las que copan las listas de ventas. Que la lectura, como imperativo y obligación, resulta contraproducente y genera el efecto contrario al buscado. Que en ocasiones cargamos de libros que ni son necesarios ni aportan demasiado al desarrollo de nuestras clases, volcando quizás gustos personales o "viejos amores literarios" del pasado sobre nuestros alumnos. Que más valdría conocer bien pocos libros que aspirar a leer muchos, y que los autores clásicos, en todos los órdenes, lo son por algo. Y que obligar por ley a escribir los planes de fomento a la lectura no necesariamente nos va a convertir en una sociedad en la que se lea más ni mejor. Continuando con la idea del decrecimiento de la que hablábamos hace unos días: puede que en la lectura, leer menos sea también leer más. Por mucho que esté muy mal decirlo. Y más entre profesores.
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