Aunque tienda a ignorarse, las revoluciones tienden a venir alentadas por ideas. Y no en pocas ocasiones son personajes de la cultura los que promueven el cambio. Literatos, científicos, filósofos, artistas, que con su firma y sus creaciones impulsan grandes cambios sociales. Crean utopías, lanzan propuestas y críticas y alientan grandes transformaciones sociales. Todo ello con la esperanza puesta en un mundo mejor. No obstante, no son pocas las ocasiones en las que el resultado final no es el esperado. Al revés: se construyen proyectos políticos ideales que desembocan en situaciones contrarias a lo pretendido. Ya lo advirtió Orwell hace algunos años: las promesas de mundos mejores conducen a veces al totalitarismo. La quimera del intelectual, el experimento filosófico, trae consecuencias trágicas, inesperadas. No es arriesgado afirmar que más de una vez habrá pasado por la cabeza de alguno de los promotores de la revolución: "No era esto lo que se pretendía".
Hay casos históricos no muy alejados en el tiempo. La obcecación de Sartre en apoyo del comunismo le llevaba a negar el Gulag o la opresión de Mao. Los grandes revolucionarios del 68 son hoy altos cargos políticos, aunque su espíritu se reivindique, quizás obviando este detalle poco estético, en las canciones de protesta. La amargura de la revolución fue saboreada de primera mano por filósofos como Adorno. Es bien sabido que algunos de su textos, junto a los de Marcuse, sirvieron de inspiración a los que se echaron a las calles a finales de los sesenta. Y suele contarse como anécdota que una de sus últimas conferencias fue interrumpida por varias mujeres que entendía que el mayor acto revolucionario que se podía hacer, allí y entonces, era mostrar su pecho desnudo a toda la concurrencia. No se sabe qué debió pasar por la cabeza de Adorno. Lo que sí parece cierto es que murió al poco tiempo de esto como consecuencia de un infarto.
Toda esta reflexión viene al hilo de todas las movilizaciones que estamos viendo en España y otros países en los últimos meses. No sé si Hessel pensará que la revolución consiste en ocupar una plaza y llenarla de suciedad. Tarea que no estaba prevista, ni por asomo, en las primeras formulaciones y reivindicaciones de movimientos como el 15M. O si pensará que los movimientos de protesta estudiantil han de provocar a la policía, insultarla y agredirla. Policía que, no lo olvidemos, actúa en representación del estado, y a la que acudimos en cuanto sufrimos algún tipo de agresión o delito. Lo cual no justifica, por supuesto, las graves actuaciones que estamos viendo en algunos casos, y que deberían ser castigadas en la medida adecuada. Las revoluciones no se gestan ni a golpe de cóctel molotov, ni a pedradas contra un escaparate o un banco. Deberían horrorizarse los que alientan este tipo de actuaciones, sean políticos, intelectuales, literatos o filósofos. Porque si hemos de discutir sobre la viabilidad del capitalismo o de cualquier otro sistema económico, no ha de hacerse con la agresión y la violencia. Este tipo de enfrentamientos son fecundos sólo para los violentos, que se están aprovechando de causas que podrían ser legítimas para sacar provecho propio. Repasando las "revoluciones" que en el mundo han sido la conclusión, un tanto escéptica, podría ser esta: los que hoy apoyan las revueltas terminarán siendo víctimas de ellas, y al final todo cambiará para que todo siga igual. Y habrá alguien que piense: "No era esto lo que se pretendía".
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