El artículo 21 de la Declaración Universal de Derechos Humanos reconoce los siguientes derechos:
- Toda persona tiene derecho a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente escogidos.
- Toda persona tiene el derecho de acceso, en condiciones de igualdad, a las funciones públicas de su país.
- La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto.
Este artículo recoge derechos políticos inherentes a todo sistema democratico. La declaración reconoce así la superioridad política, y también ética, de esta forma de gobierno frente a cualquier otra alternativa. De alguna forma, rechazar la democracia implica estar en contra de los derechos humanos, ya que estos son más difícilmente concebibles en cualquier otro sistema. La democracia fortalece y reconoce la dignidad de cada ser humano y los derechos individuales asociados a la misma. Dicho así, suena muy bonito, pero conviene también mantener una perspectiva crítica ante este artículo.
La participación en el gobierno de un país dentro de las democracias occidentales no es una tarea ni mucho menos sencilla. Fácil de decir, pero difícil de hacer. La maquinaria de los partidos es el único sistema de organizar una sociedad compleja, pero a la vez difumina las posibilidades de participación. Cuando los partidos políticos se convierten en estructuras de poder, la participación directa es un imposible. Los intereses que hay dentro de cada partido, las diferentes "familias" que lo componen, harán imposible que cualquier candidatura salga adelante. Los partidos son la condición de posibilidad de la democracia, pero también los responsables de su muerte por inanición. El partido ahoga la democracia. No queda más salida que la representatividad que tan cuestionada está en nuestros días: da la sensación de que los líderes políticos no representaran a quienes les eligieron, sino a intereses muy diversos, algunos de los cuales pueden ser muy ajenos a los votantes.
También es más que cuestionable el segundo epígrafe del artículo: las funciones públicas de cada país no son accesibles a todos por igual. Cuanto mayor es el puesto al que se aspire, mayor será el grado de opacidad. Si unas oposiciones públicas al puesto más sencillo siempre llevan consigo una cierta sospecha, las convocatorias de puestos de responsabilidad suelen verse afectadas por variables que no siempre aparecen en la convocatoria. Hecha la ley, hecha la trampa: se cumplen los requisitos formales, pero la dedocracia suplanta a la democracia con relativa facilidad. Y no menos sustancioso que el segundo epígrafe es el tercero: la voluntad del pueblo expresada en las urnas es la autoridad última del poder público. Algo que no debería olvidarse desde dos frentes bien distintos: tanto los que desempeñan cargos públicos como los que se dedican a criticarlos y denostarlos. No hay gobierno legítimo que no pase por las urnas y el cambio de gobierno que se pretenda ha de pasar también por las urnas. Una idea sencilla para la crítica y la (auto)crítica. Tan sencilla que choca con un componente del ser humano que parece aflorar en los últimos tiempos y que hemos comentado por aquí más veces: la intolerancia hacia quien piensa o vive de otra manera.
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