Que la política termina fomentando una especie de neolengua no es ninguna novedad. A menudo es el arte de no llamar a las cosas por su nombre, sino de buscar expresiones que distraigan (por no decir engañen) al auditorio. Se trata, en definitiva, de una guerra de palabras en la que quizás en un pasado contaran las ideas, muertas hoy por inanición. Por no hablar de la coherencia personal, en un ámbito en el que el verbo dimitir sólo se conjuga cuando toca hablar de otros partidos. Nunca del propio. Es inaceptable semejante signo de debilidad personal. Lo grave no es la podredumbre moral, sino su reconocimiento. En este contexto no es de extrañar que nadie se escandalice por decir hoy una cosa y hacer o defender mañana la contraria. Para los que no se cansan de hablar de la Realpolitik es una estrategia necesaria para sobrevivir en el sistema. El problema de todo esto es que al final el lenguaje se vacía de significado, motivo de fondo de una actitud que se termina extendiendo: el descrédito hacia la política.
Que nadie piense que estoy atacando al gobierno. Lo pasmoso del último año es que la crítica de la incoherencia se puede dirigir contra todos: igual da gobierno que oposición. La situación sería cómica si no tuviera consecuencias serias para una buena parte de la población. A todos nos resulta familiar: el gobierno niega la crisis y tacha de antipatriotas a la oposición que la anuncia y reclama medidas liberales. El tiempo pasa: las reformas se hacen inaplazables, con la presión correspondiente de instancias internacionales. El gobierno que anunció que la salida de la crisis sería social toma decisiones que dañan la cobertura social. Son medidas que encajan con la teoría liberal: la solución a la crisis no será social, sino más capitalista. Se rescatan bancos, y no se escatiman rebajas en sueldos y ayudas sociales. Desde el cheque bebé a los parados de larga duración: todos pagan el pato de la crisis. Al final, la crisis del capitalismo se soluciona con más capitalismo. Que se calmen las aguas y a esperar a la siguiente.
Lo sorprendente es que la oposición debería haber aplaudido algunas de las decisiones que tomó el gobierno durante el último año. Se trata de medidas de manual de liberalismo económico. Y sin embargo, siempre se ha encontrado un motivo para poner pegas. Cuando el gobierno es socialista se le critica por serlo. Y cuando es liberal se reniega de lo mismo que se ha defendido en el parlamento. Señal inequivoca de que la oposición no defiende ideas: su fin último es alcanzar el poder. De la misma manera que el gobierno renunció a sus ideas doblegado por las circunstancias económicas. La danza de la contradicción es ejecutada a la perfección por los grandes medios de comunicación, voceros de su amo. Los más cercanos al gobierno se levantaron con ideología liberal, mientras que los diarios más liberales compadecen ahora al parado que no llega a fin de mes. El mismo parado que hace año y medio no trabajaba porque no quería, o al menos así lo pensaba el periódico de turno. La política es un circo, un mero espectáculo en el que sus profesionales y los que les hacen las crónicas parecen batirse en un duelo ideológico que esconde ansias de poder. Así es nuestra democracia: la misma que dentro de unos meses nos llamará a las urnas.
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