"No se puede juzgar a la gente por las apariencias". Es este, sin duda, uno de los principios más extendidos de nuestra sociedad. Pensamos que las personas son de una manera que se expresa a través de la vestimenta, el peinado, el maquillaje o los gestos. A quien "encasilla" a las personas a partir de estos datos tendemos a denominarle "prejuicioso". Da igual que todos tendamos a hacerlo en mayor o menor medida como un paso previo y necesario en el proceso de conocimiento de los demás. Todo está bien mientras esos prejuicios basados en la apariencia no se manifiesten. No obstante no es este "pacto de silencio" el que quería situar hoy en el centro de la discusión, sino el valor que le damos a la apariencia de las personas. Se trata de un concepto contradictorio donde los haya. Es difícil encontrar algo más valorado por la sociedad ("hay que tener buena imagen", es uno de los imperativos de nuestro tiempo) y más denostado por el pensamiento moralizante, que nos invita permanentemente a "mirar más allá", en tanto que la belleza está en el interior.
La condena de la apariencia encuentra una seria objeción en una actividad artística con un alto grado de aceptación social: el cine y el teatro. Decimos que no se puede juzgar a nadie por su "parecer" pero estamos dispuestos a aceptar que el buen actor "aparenta" durante una hora y media o dos, aquello que no es. El ataque al prejuicio se ve desmentido. La teoría "socialmente aceptada" viene a decir que no existe relación entre el aspecto físico y la forma de ser. Sin embargo, vamos al cine o al teatro y estamos convencidos de que un buen Segismundo, por ejemplo, ha de tener un aspecto físico deterinado. Los grandes personajes de la historia del cine exigen una cierta apariencia física, a partir de la cual su personalidad nos resulta creíble. Dicho de otra manera, esa conexión entre la apariencia y el ser que rechazamos en la vida real es aceptada sin fisuras en el teatro, hasta el punto que esperamos de los actores una simulación adecuada, ajustada a un conjunto de cualidades físicas y psicológicas. Conocemos a una persona en una tarde: ¿nos formamos una idea de su forma de ser" Acudimos a una obra de teatro o una película. ¿somos capaces de describir a los personajes" En ambos casos, la mayor cantidad de información que recibimos se resume en una palabra: apariencia.
La relación entre la apariencia y el ser sobrepasa las fronteras de la metafísica, y se instala en las relaciones sociales y la psicología. Hace algo más de un siglo Kretschmer formuló la teoría de tipos, según la cual se podía clasificar a los seres humanos según su aspecto físico en tres grandes grupos. Desde el campo de la psicología se le han planteado diversas críticas: generalización, imposibilidad de asignar a todos los individuos a un tipo determinado, etc. Quizás su descripción fuera errónea, y puede que no sea fácilmente defendible una teoría completa al respecto. Sin embargo, la idea rectora de la misma se encuentra en muchos de nuestros juicios y apreciaciones: tendemos a pensar que hay una relación entre apariencia y ser. Pensamos así, aunque no lo manifestemos, y el teatro o el cine son buenas confirmaciones: ficciones, simulaciones e imágenes que describen formas de ser y pensar. ¿Existe realmente esta relación entre aparecer y ser" ¿Nos equivocamos al asimilar ciertos rasgos físicos con cualidades personales" ¿Es bueno silenciar estos prejuicios y valoraciones o deberíamos ser más transparentes y reconocer que los utilizamos"
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