Hay una opinión abrumadoramente mayoritaria sobre la nacionalización de YPF por parte de Argentina: a largo plazo supondrá una pérdida de inversión en el país, mientras que a corto plazo implicará una ola de populismo político en favor de la presidenta argentina. No se discute aquí si es una nacionalización legítima o no, o si la decisión es la más adecuada para los intereses de Argentina. Se habla más bien de las consecuencias, y muchos parecen coincidir en el diagnóstico: desastre económico y empresarial para Argentina en el futuro, pero un fuerte respaldo político de la población a la polémica decisión. De fondo, este tipo de análisis es también un juicio a la democracia misma como sistema político: lo mejor para el país sería hacer otra cosa, se nos viene a decir. Pero se toma esta decisión porque despertará un gran apoyo social. Dicho en otras palabras: se nos está llamando tontos, como si los ciudadanos no fuéramos capaces de analizar la situación social y económica y darnos cuenta de cuál es la mejor opción entre todas las posibles.
Esta es precisamente una de las críticas que con mayor frecuencia se levantan contra la democracia: la incapacidad del pueblo para gobernarse a sí mismo, para saber en cada caso qué es lo que conviene al bien de todos. Algo falla en la democracia si la soberanía popular aplaude políticas que conducen al desastre, y el problema es que podemos encontrar no pocos ejemplos históricos de que así ha sido. Y ya no se trata de que seamos estúpidos o lo dejemos de ser: que una sociedad completa calibre los riesgos y consecuencias de cada una de las opciones políticas que se tienen a la mano es absolutamente imposible, por lo que de convocar consultas o referendums no tendríamos garantía alguna de que se decidiera lo mejor para todos. Está por ver si la nacionalización de YPF trae efectos nefastos para la economía argentina, pero es más que probable que también se hubiera llevado a cabo en caso de que la decisión dependiera de una votación popular.
¿Cómo encontrar una explicación a esto" La respuesta no es nada fácil. Una hipótesis es que tendemos a pensar más en el corto plazo que en el largo. Otra manera de enfocarlo: no serían pocos los que emitirían su voto pensando en cuestiones identitarias y soberanistas antes que en la prosperidad económica del país. Y la otra forma de explicarlo es la más desoladora: somos incapaces de gobernarnos a nosotros mismos, vivimos en un mundo tan complejo que el ciudadano medio no está en condiciones de emitir un voto bien formado, consciente de las circunstancias y dispuesto a asumir las consecuencias que se puedan derivar del mismo. La perspectiva de esta tercera linea de trabajo es desalentadora y nos conduce en cierta forma a la idea de poliarquía de Dahl: no vivimos en una democracia por la sencilla razón de que no podemos vivir en ella. No estamos preparados. Por ello es mejor que diferentes esferas y grupos de poder luchen entre sí por ejercer las funciones de gobierno. Y dejar que la democracia sea una ilusión, una apariencia que hechiza a la sociedad, haciéndola creer que puede particiar de una tarea para la que no está preparada.
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