La política de conciertos educativos interesaba a las dos partes implicadas: por un lado, el estado vio en este acuerdo la única via posible de garantizar el derecho a la educación de todos los individuos. En los años ochenta la red de centros públicos no podía acoger a todo el alumnado, por lo que el concierto se convirtió en la solución ideal para que todos pudieran, en principio, acceder a una educación "pública y gratuita". Por otro lado, los colegios encontraron en las propuestas ministeriales una garantía de continuidad. Se trataba de años en los que los centros educativos no competían por el alumnado, pero el concierto ofrecía la seguridad de mantener las líneas educativas correspondientes. Con el paso del tiempo se ha comprobado esta función de "respaldo": cuando los alumnos han comenzado a escasear, ha habido centros que se han visto obligados a cerrar el bachillerato, única etapa no concertada, por no tener suficientes alumnos. Con todo, el concierto educativo iba a tener un efecto (quizás no esperado) sobre la forma de enseñanza de lo que hasta entonces había sido enseñanza privada: el desvanecimiento del ideario.
Que el ideario se haya convertido en muchos colegios concertados en poco más que un documento es consecuencia de dos procesos: el concierto educativo y la crisis de la religiosidad en las sociedades europeas. El concierto educativo no sólo implica que lo que antes era un establecimiento privado de enseñanza reciba fondos públicos. Significa de un modo predominante que las reglas de la enseñanza pública van a empezar a aplicarse también en ese centro privado, al menos en cierto grado: procesos de escolarización, seguimiento del currículum, actividades... Si de algo hacía gala la enseñanza concertada de hace un par de décadas era del "humanismo de inspiración cristiana" que orientaba toda su enseñanza. Se trataba de formar personas en función de unas creencias. La "modernización" y la clientelización de la enseñanza obliga a que ahora los reclamos esenciales sean las actividades complementarias y los sellos de calidad. Es posible que ese ideario tuviera algún peso en la elección de centro hace treinta años. Habría que ver qué dicen hoy los padres que eligen la enseñanza concertada cuando se les pregunta por los motivos de esta elección: a buen seguro el ideario aparecerá entre las respuestas de una minoría.
En realidad todo este proceso es la consecuencia lógica de todo intercambio: el estado paga, pero pide algo a cambio. En las sociedades "laicas y multiculturales" de comienzos del siglo XXI no se vería con buenos ojos subvencionar a un colegio que incluya dentro del horario escolar ritos religiosos o actividades ligadas a unas creencias determinadas. Lo que antes eran señas de identidad de la enseñanza privada se resume ahora en campañas de signo humanitario, que perfectamente pueden encontrar su sitio también en los centros públicos: envío de dinero, campañas de recogida de alimentos, etc. Esto provoca, a mi juicio, cierta crisis de identidad en los centros concertados: dirigidos en su mayoría por órdenes religiosas, ven cómo la religión apenas influye en su enseñanza y cómo a menudo un porcentaje muy alto de su alumnado vive completamente al margen de los valores religiosos o incluso en su contra. Si a esto le sumamos la búsqueda de los afamados "sellos de calidad", da la sensación de que la enseñanza concertada fuera hoy más que nunca una empresa en la que los "valores morales y religiosos" de los que se presumía se hayan visto sustituidos por la gestión del alumnado y la buena atención al cliente.
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