
Las lágrimas desconsoladas del campeón son una muerte anticipada: el gran jugador de tenis que comienza a dejar su sitio al siguiente. El gran héroe, protagonista de tantos mitos, ha de afrontar ahora una de las lecciones más duras de su vida: la derrota. El tiempo pasa. Y lo hace para todos. Los dioses del deporte no son una excepción y ver llorar a quien pasa por ser el mejor jugador de la historia del tenis, ganador de trece grandes torneos, no es algo habitual. Le está matando el tiempo, está pudiendo con él. No hay derecha ni revés que pueda parar el transcurrir de los días, un proceso irreversible que le lleva hacia el deterioro a la vez que sus rivales son guiados, por el mismo dios immpasible, hacia sus días de gloria. La plenitud de facultades frente a quien ha de ir asumiendo la muerte deportiva. La derrota como costumbre. Hasta que llegue el día de la retirada. Poco importa a este respecto que vuelva a ganar en Wimbledon o en EEUU, y que iguale o supere el récord de Sampras: antes o después Federer terminará viendo los partidos de Nadal como espectador. Será entonces cuando asista, cómplice y comprensivo, a la desolación de otro gran campeón que también ha de ir encajando derrotas.
Se trata de un imperativo cosmológico: el tiempo pasa. Tiene que ser así. Nada se escapa a su dictamen, vivimos sometidos al yugo de lo efímero. El deportista de élite, retirado ya en su mansión, olvidará pronto las derrotas. Las victorias y los campeonatos ganados brillarán en su memoria, serán buenos puertos a los que amarrar el recuerdo y el pensamiento. Sólo algún momento duro permanece. Vuelto ya a la vida de ser humano, el héroe deja de serlo y se convierte en uno más de los mortales, como le ocurrió ayer a Ferderer. Entonces hará la compra en el súper, se irá de vacaciones, comerá tres veces al día... Entre medias notará que ha perdido flexibilidad. Echará en falta a sus seres queridos. Sufrirá alguna que otra enfermedad. Pequeñas y grandes derrotas que todos sufrimos y se tapan bajo el fluir de lo cotidiano. Federer será humano, reirá y llorará, y con los años volverá a vivir esa sensación de no ser ya el que era. Hasta que llegue el momento último en que deje de tener sensación alguna. El tiempo fluye. Y todos sabemos dónde termina. Para Federer, pero también para todos nosotros.
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