La tarea docente viene marcada siempre por ciertos rasgos personales. Aquello de "cada maestrillo tiene su librillo" es más que un mero refrán. La forma de dar clase, los materiales seleccionados, los criterios de evaluación, la metodología... son tantas y tantas las variables que intervienen en el transcurrir de una clase y una asignatura que se hace poco menos que imposible unificarlas. El currículum, el proyecto educativo y las programaciones didácticas no dejan de ser meras aproximaciones a lo que sucede en el aula, condicionado mucho más por los alumnos y el profesor que por cualquier principio pedagógico u orientación curricular. Y es que ni siquiera en cuanto a los contenidos somos capaces de ponernos de acuerdo, al menos en las asignaturas filosóficas. Después de varios años de estudio en la universidad, de cientos de lecturas acumuladas y de otros cientos de horas de formación en cursos del más diverso pelaje, seguimos viendo el ruedo filosófico de una manera particular. Hasta el punto que no sabe uno si explica filosofías y filósofos o sólo interpretaciones y perspectivas sobre ellos.
Un caso paradigmático es el de Aristóteles. Después de siglos de interpretación tomista, hace varias décadas que se le ha aproximado al pensamiento materialista, resaltando los escritos biológicos que hasta hace no mucho eran prácticamente ignorados en cualquier explicación al uso. Sócrates ha perdido fuste filosófico, y conozco compañeros que son partidarios de dedicar más tiempo y atención a los sofistas que al maestro de Platón. Hace unos años que aprendí en la universidad que Spinoza fue un autor materialista, y por eso fue perseguido en su tiempo. Con el tiempo, me he encontrado con profesores formados años atrás, convencidos del espiritualismo de Spinoza, lo cual no impidió que fuera expulsado de las comunidades judías por su simpatía hacia el cristianismo. Puestos a interpretar, he llegado a escuchar versiones de Nietzsche que le acercaban al pensamiento religioso, y no son pocas las controversias en torno a la presunta "conversión" de Sartre.
Las interpretaciones pueden llevarnos al delirio cuando tratamos de enmendar la plana al autor de turno. A veces estas cosas pasan: algunas de las ideas que se exponen en clase resultan irracionales o inaceptables, y sin embargo el profesor se esfuerza por hacer pasar por "filosófica" la propuesta. Abusando quizás de un sentido de empatía o de una especial concepción del deber, parece que estuviera justificada la más delirante de las argumentaciones, con tal de que el filósofo de turno aparezca como un pensador interesante, actual, revelador. Se echa de menos a veces el admitir que también los filósofos han dicho estupideces, algunas de las cuales se recogen incluso en antologias (es un "clásico" el Estupidario de los filósofos). Ser profesor de filosofía no implica justificar a los filósofos ni mucho menos asumir que los que nos resultan más simpáticos tienen siempre razón en todo lo que dicen. A partir de todo lo anterior, a veces me da por pensar que no somos más que meros intérpretes, y nos limitamos a transmitir las versiones recibidas o las que humildemente elaboramos nosotros mismos. Al final no enseñamos filosofía y quizás tampoco a filosofar. Enseñamos versiones de filosofía, que ojalá generen algún tipo de inquietud, interrogante o pensamiento. ¿Podemos aspirar a mucho más"
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