El Gorgias platónico plantea varias cuestiones relacionadas con la moral. Después de que Sócrates logre convencer a sus "compañeros de lógos" de que es mejor sufrir una injusticia que cometerla, surge una segunda pregunta: ¿Qué es preferible una vez cometida la injusticia, ser catigado por ello o salir impune" La respuesta de los sofistas que acompañan a Sócrates es inmediata: siempre será mejor no recibir ninguna reprimenda y salir impunes. Como en tantas otras veces, le toca al otro yo de Platón argumentar a contracorriente: en su opinión, quien comete una injusticia adquiere una deuda con la sociedad, por lo que habrá que encontrar la forma de saldar esa deuda. Incluso para quien ha errado siempre será preferible recibir el castigo correspondiente, pues de esta forma su conciencia se quedará más tranquila y podrá afrontar el resto de su vida en mejores condiciones. La pena impuesta viene a ser una purificación que pretende borrar la injusticia que lo origina. Si por las acciones inmorales nos separamos de la sociedad, por el castigo volvemos a fundirnos con ella.
Traicionando a Platón voy a llevar la idea a un terreno que no es exactamente el de la moral, pero que guarda una estrecha relación con él: la educación. Desde hace varias décadas, vivimos en una especie de descrédito del castigo. La acción punitiva se considera un fracaso educativo: las recomendaciones del refuerzo positivo son sólo un complemento para argumentos alternativos que nos muestran que a través de los castigos no se aprende nada. Alterar, modificar o anular el derecho a la educación de los alumnos, se dice, no resuelve nada: ¿Qué se gana dejando en su casa a quien perturba permanentemente el orden de la clase" La acción punitiva está mal vista, a no ser que vaya acompañada de un adjetivo salvador: pedagógico o educativo. Hay castigos que, por lo que se ve, sí sirven para transmitir una enseñanza: reparar el daño causado, asumir tareas sociales o incluso comprometerse a un mejor aprovechamiento de las clases. De esta forma, se nos dice, tratamos a los alumnos como seres racionales y no como animales, con los que el castigo (incluso físico) es más habitual.
El problema de estos castigos "pedagógicos" es que pueden llegar a ser rechazados por los propios alumnos o por sus familias. En más de una ocasión he escuchado a padres decir que barrer los patios como castigo correspondiente a la acción de mancharlos era una tarea "indecente" y "vergonzante", por lo que no estaban dispuestos a que sus hijos realizaran estas tareas reparadoras. Ciertos castigos educativos están, por tanto, mal vistos. Y en lo que todo esto se discute, llevamos años en los que los perjudicados son fundamentalmente dos: los compañeros de los alumnos que se comportan de manera injusta y estos mismos alumnos. Los primeros porque a veces tienen dificultades para seguir el normal desarrollo de la clase. Los segundos porque la comunidad educativa no tiene el suficiente valor para darles un mensaje claro: las consecuencias de ciertas actuaciones son graves y son castigadas. A juicio de Sócrates, este mensaje (quizás subliminal) era imprescindible para la formación moral de los ciudadanos. A juzgar por la burocracia que implica un expediente educativo o por las normativas de derechos y deberes, las autoridades educativas de nuestro tiempo no están muy de acuerdo con el filósofo ateniense.
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