Durante las últimas clases venimos discutiendo el concepto de cultura, y en medio del debate apareció ese palabro griego de "paideia". El asunto tiene más miga de lo que parece: traducirlo sólo como "educación" es quedarse sólo con una parte del tema. Con la más ramplona. Mucho más interesante es que autores como Platón o Aristóteles ya intuyeran hace más de veinte siglos que el estado debía asumir como una de sus funciones la educación de los futuros ciudadanos. Ambos llevaron la idea a la práctica en sus respectivas escuelas, la academia y el liceo. Debajo de su ímpetu educativo hay una idea que, por desgracia, parece haber caído en el olvido en todos los establecimientos educativos de nuestros días. Me estoy refiriendo a que todo sistema educativo tendría que partir de un modelo de humanidad, de una manera de ser que se pretende realizar en cada uno de los alumnos que pasa por él. No lo que somos: lo que deberíamos ser. De esto se trata en educación. O de eso debería tratarse. Una vez más: abismo entre el ser y el deber ser.
El crítico puntilloso me dirá que la L.O.E. (al igual que antes la L.O.C.E. y también la L.O.G.S.E.) incluye una serie de objetivos, que vienen a recoger las características que debería adquirir cualquiera que pase por las diferentes etapas educativas. El problema es que el texto legal no deja de ser un brindis al sol: la comunidad educativa vive de espaldas a las leyes, que muchas veces no se toman en serio ni quienes las redactan. No es difícil imaginar a quienes hayan elaborado cada una de las leyes generales de temática educativa que ha sufrido el país en los últimos veinte años. La frase que se haya podido escuchar en cualquiera de los despachos funcionariales suena algo así como: "En este apartado de los objetivos pon unas cuantas vaguedades, esto en realidad es lo menos importante". Luego está lo otro. Lo que sí parece importar: cuántos cursos, cuántas asignaturas, número de horas, desarrollo normativo de las asignaturas, contenidos, evaluaciones... Eso sí que sí. Eso parece ser lo que marca el pulso de toda actividad educativa, en un sistema como el nuestro en el que los papeles importan más que los hechos.
Habrá quien piense que hoy me he levantado idealista o que me ha dado por dejarme llevar por influjos del pasado. Con todo, la posible respuesta es inmediata: un sistema educativo que no sabe qué tipo de ciudadanos quiere formar está desorientado, expuesto a los bandazos de uno u otro signo. Empieza la casa por el tejado el que va directamente al número de cursos, asignaturas, horas y contenidos. Sin una discusión previa alrededor de la sociedad de la que partimos y de la sociedad que se quiere fomentar no es posible construir una educación sólida y con garantías. Y si estamos más pendientes de índices, porcentajes, exigencias del mercado laboral, o necesidades ajenas, quizás deberíamos cambiar el nombre de la cosa. A lo mejor decimos educación, cuando en realidad queremos decir entretenimiento, formación de trabajadores cualificados, manipulación, servicio asistencial como complemento al desarrollo económico o cualquier otro sustantivo que nos descubra funciones que desempeña la educación y que probablemente no deberían serle inherentes. ¿Qué ideal de ser humano subyace a nuestro sistema" El que lo sepa, que lo cuente...
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