Hoy es imposible hablar de otra cosa: E.E.U.U. ha logrado eliminar a su enemigo público número 1, responsable del mayor atentado de su historia. Los analistas y tertulianos nos van a dar en próximos días las claves explicativas y a buen seguro se atreverán a vaticinar cuál va a ser el nuevo juego de fuerzas en la política internacional. Después de los hechos es el tiempo de las interpretaciones. Y no hace falta tener una memoria de elefante para recordar todas las voces que se levantaron hace unos diez años anunciando que el atentado de las torres gemelas significaba un ataque a la civilización occidental, por lo que debía entenderse como una agresión que, en cierta manera, nos afectaba a todos los que de una manera más o menos difusa podemos ser etiquetados como "occidentales". Resucitó la tesis del choque de civilizaciones que los alumnos de la pasada olimpiada comentaron en el ejercicio de la final.
El ataque de hace una década iba al corazón de occidente, se decía. La victoria de eliminar al líder terrorista corresponde a Estados Unidos, que está vendiendo al mundo (a "su" mundo) la noticia como si fuera también un triunfo moral. Se habla del fortalecimiento de la democracia y de la paz en el mundo. Y no faltarán quienes se lo crean, olvidando en esta ocasión que la existencia de un enemigo parece ser una baza política irrenunciable. Papel que han desempeñado los rusos, el propio Gadafi y en los últimos años ciertos grupos islamistas. Historias de buenos y malos que terminan siempre de la misma manera: con el fortalecimiento de las barras y las estrellas como símbolo del orden mundial. El poder consiste precisamente en esto: no en tomar tal y cual decisión y llevarla a cabo. Aún más poderoso es quien es capaz de decidir cómo se va a interpretar el hecho, cuál va a ser la recepción pública aplastante de tal o cual noticia. Este es el poder que crea sujetos, en el sentido que daba Foucault a ambas palabras.
Hablar de triunfos de la democracia debería llevarnos más allá del ajusticiamiento de Bin Laden. La democracia se fortalece cuando se fomentan relaciones económicas justas, que permiten el desarrollo de países emergentes y neutralizan los desequilibrios del pasado colonial. Hay más democracia cuando los movimientos insurgentes de países islámicos son apoyados con criterios políticos claros, en vez de ser meramente instrumentalizados con fines nada altruistas. Se apoya la democracia cuando los derechos humanos y los principios morales se convierten en la guía de la acción política, al margen de que eso pueda convenir más o menos desde un punto de vista electoral o desde un punto de vista económico. De otro modo, la democracia se convierte en una excusa de tinte ideológico para llevar las acciones que más puedan interesar en cada caso. Una marioneta, un espantajo que, como todos los grandes conceptos, se pueden manipular a voluntad según el viento que sople. Aunque se nos diga que el mundo es hoy más seguro y democrático, nos encontramos con uno de esos casos en los que muerto el perro no se acabó la rabia. Porque hay mucha rabia, de muchos tipos y repartida por muchos lugares.
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