El reciente asesinato de Bin Laden ha sido dos cosas: un acontecimiento histórico y una novela fallida. El suceso histórico está ahí: no sabemos muy bien cuáles van a ser sus consecuencias, y cuál es el valor real de la operación ejecutada por los televisivos S.E.A.L., pero a los ojos de muchos ha significado el negativo del atentado de las torres gemelas, como si aquella justicia de los griegos que en realidad era venganza hubiera dado el salto de los libros de mitología a este mundo nuestro tan moderno y en apariencia alejado del griego. La muerte del enemigo público número uno de un país especializado en crear sus propios monstruos: este es el hecho histórico, qué duda cabe. Y uno de los motivos de que su significado sea tan oscuro como los misterios de Eleusis no es sólo la falta de perspectiva, sino la inexistente previsión del gobierno de Obama. Y es que si un estado pretende terminar con la vida de alguien, así, a la brava, hay que tener en cuenta dos cosas: cómo se le va a liquidar y lo que se va a contar después. Y en este segundo aspecto la administración americana ha pecado, cuando menos, de ingenuidad.
Parece mentira que sea verdad: una operación militar preparada con mimo durante meses sin que a la par se vaya desarrollando el discurso legitimador de la misma. A la realidad le ha faltado la ficción, la hermenéutica. Tan pronto el malo más malo de todos los malos se escondió tras una mujer como se defendió con un arma. Después supimos que en realidad iba desarmado, y pasados ya los suficientes días como para que haya dejado de ser noticia nos quedamos huérfanos de cuento: nadie sabrá nunca qué ocurrió realmente en la mansión del líder de Al qaeda. La incoherencia y la improvisación han transformado la intervención norteamericana en Pakistán en un desatino informativo, periodístico y literario. No han sabido contarnos lo que sabían a ciencia cierta que iba a ocurrir. Las guerras se juegan, desde hace ya siglos, también en lo que se cuenta de ellas: en cómo se crea la noticia y se transmite. Así fue en la guerra de Irak: Bush contra Sadam, CNN contra Al Jazeera. De nada servía derribar la estatua de Sadam si el mundo no podía presenciarlo en directo a través de la televisión.
La relación entre el matar y el contar es tan directa y evidente que se podría decir que hay que matar en función de lo que se quiere contar. No es posible dejar supervivientes si se aspira a que la propia versión sea la única. Y si no mueren todos los presentes, hay que estar preparado para las réplicas y para escuchar historias diferentes a la propia. Sin literatura, sin hermenéutica, sin ficción no es posible escribir el pasado ni el presente. Ya lo dijo Nietzsche: "No hay hechos, sólo interpretaciones". Da igual que ocurrieran o no: nuestra historia está llena de frases célebres y de situaciones límite. Desde el "tú también, Bruto", hasta el "Y sin embargo se mueve". Frases que probablemente nunca llegaron a pronunciarse, pero que forman parte del imaginario colectivo. Después de lo ocurrido la semana pasada, nos hemos quedado sin una historia, sin una composición de lugar: no nos han sabido contar lo que pasó, aunque implícitamente muchos de nosotros podamos mantener siempre sospechas de que lo que nos cuentan es falso. Lo imperdonable, en un caso como este, es la contradicción. Parece mentira que un país que produce tantos best-seller literarios haya sido incapaz de contar al mundo cómo mataron a Bin Laden. Y hay algo más lamentable que esto: habrá quienes se conformen con la película.
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