Hace mucho, mucho tiempo, en un país muy lejano, un reducido grupo de personas puso en marcha un proyecto, que consistía en reivindicar una mayor participación en la toma de decisiones que afetaban a todos. Respondían a varios años de crecimiento de un poder que no les tenía en cuenta aunque decía estar pendiente permanentemente de sus intereses. Todo para ellos, pero sin ellos. Por eso, el grupo crítico se puso en funcionamiento. Manifestaciones pacíficas y continuadas, grupos de reflexión. Propuestas sencillas de cambio. Pero como tantas otras veces, el poder político fue astuto. Movilizó a sus partidarios que se infiltraron en el grupo para expandir ideas prefabricadas. Envió a los grandes cronistas del momento, para transmitir la apariencia de que se estaba produciendo una gran revuelta. Los que empezaron la tarea, se retiraron al ver que habían sido, una vez más, utilizados y neutralizados por el mismo poder que pretendían combatir. Y todo se convirtió en una fiesta de apariencia transformadora que se terminó diluyendo a las pocas semanas.
Cuenta la leyenda que hace unos años, en una sociedad democrática, el pueblo estaba cansado de los abusos del poder. Por eso organizaron revueltas justo antes de unas elecciones. Se organizaron en asambles y trataron de hacer llegar sus propuestas a lo que era una clase política totalmente alejada de las necesidades, inquietudes e intereses de la sociedad. Inicialmente despertaron el entusiasmo de muchos que los apoyaron. Pero muy pronto vieron que no era posible que sus reivindicaciones se hicieran realidad si no llegaban a estar presentes en las diversas instituciones. Por ello, formaron inicialmente una asociación que después se prolongó en un partido político. En todo este proceso, algunos comenzaron a criticar que se estaba perdiendo la intención original. A los pocos años, se presentaron a unas elecciones y lograron dos escaños en el parlamento. Fueron clave para formar gobierno, pero no lograron aprobar las medidas que alentaron inicialmente al movimiento, que terminó desapareciendo en las siguientes elecciones.
Hace unos meses comenzó en un país cercano una acampada impulsada por el descontento de los ciudadanos. Se trataba de uno de los movimientos que, forjado en las redes sociales, había logrado inexplicablemente una repercusión mediática, social y política. A las pocas semanas de su nacimiento, surgieron ya las primeras dudas: estaban causando molestias a otros ciudadanos, sus debates parecían abandonar el mensaje que les llevó a acamparse y las propuestas concretas se diluían en el aire. Las consignas claras y apolíticas de los inicios dieron paso a medidas muy alejadas de la realidad. Lo que inicialmente logró la adhesión de una gran mayoría comenzó a despertar recelos: instrumentalización política, falta de objetivos claros, aparición de mensajes que nada tenían que ver con los iniciales... el movimiento persisitió aún varias semanas pero se terminó diluyendo como un bonito sueño que termina con ciertos tintes de pesadilla. Unos lamentaron la oportunidad perdida, y arovecharon las movilizaciones para ir tomando contactos e ideas para futuras convocatorias en las que retomar las reivindicaciones esenciales que alentaron la revuelta. Otros decían que había que conformarse con los derechos que se tenían, ya que la peor de las democracias es mejor que cualquier otro sistema político.
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