En las últimas décadas hemos tomado conciencia de la importancia de aprender una lengua extranjera. Los motivos son de lo más variado, pero basta darse un paseo por cualquier aula de una escuela de idiomas para irse familiarizándose con los más habituales. A poco que rasquemos se nos presenta la economía y el trabajo: en el mundo en que vivimos el conocimiento de un idioma puede suponer la diferencia que nos proporcione un trabajo. Lo hemos vivido recientemente con la "explosión" del alemán: bastó con el reclamo laboral para que academias y escuelas de idiomas vieran cómo se disparaba la demanda. Y tenemos un ejemplo mucho mejor: el chino. Ya hay colegios que presumen de ofrecer este idioma como segunda lengua y creo que debe haber alguno que lo ha escogido como idioma vehicular de su programa bilingüe. Las oportunidades de negocio van a ser muy grandes en los próximos años, y sólo los que estén preparados para superar la barrera idiomática podrán sacar el máximo partido. Hablar para comer y ganar dinero: es sin duda una de las razones más extendidas para adentrarse en lenguas extranjeras.
Un segundo motivo: el amor. Algo que nos puede mover a hacer cualquier cosa, desde las mayores locuras hasta las más insospechadas renuncias personales. Y así hay quien aprende una lengua por amor, porque no le queda otra si se quiere comunicar con la persona amada. El amor lleva consigo un aprendizaje, y en algunos casos este incluye el de una lengua. Así que el esfuerzo por conocer a otra persona va de la mano con el de descubrir, así de repente, un país y una cultura. Un amor que bien puede mover a la persona enamorada, pero que con cierta frecuencia moviliza también a algunos de los de su entorno. No son extraños los casos de padres que bucean en nuevas estructuras gramaticales, nuevas pronunciaciones y grafías, por la sencilla razón de que alguno de sus hijos se ha emparejado con alguien que procede de un país muy lejano, o no tanto. Quién nos lo iba a decir, a nuestra edad... pensará más de uno y más de dos. Y sin embargo, allí están todos los días de clase, con sus libros y apuntes, haciendo malabares intelectuales que les permitan descifrar lo que en un primer momento parece absolutamente impenetrable: la más sencilla de las frases en un idioma extranjero. Otra variante, en cualquier caso, del aprendizaje por amor: ya que la hija se ha emparejado con un inglés, cómo no vamos a aprendernos la conjugación del verbo to be.
Un tercer tipo de motivaciones tiene relación con el valor cultural de la lengua. Hay quien salta al vacío de una nuevo idioma simplemente por llegar a vivir en esa ciudad que le ha maravillado desde la infancia. Por entender las películas en versión original de su actor favorito o, simplemente, porque leer a Shakespeare traducido es perderse la mitad del invento. Ha habido quien ha aprendido español para poder leer en su lengua original a Cervantes, a Lope y Calderón, y no faltan los que se adentran en el alemán para verse cara a cara con Nietzsche o en el danés para hablar vivamente con Kierkegaard. Porque aprender una lengua es también bañarse en la cultura que se está aprendiendo, dejarse impregnar por alguno de sus rasgos e identificarse de una forma más o menos intensa con formas de vida ajenas. Hablar otras lenguas es comparar otras maneras de concebir e interpretar el mundo con la nuestra, tratar de acercarse al esqueleto del pensamiento de quienes hablan con sonidos y palabras distintos a los nuestros. Hablar porque tenemos negocios que hacer, porque el amor nos empuja a salir de una cárcel de silencio forzoso o porque queremos abrirnos a una nueva cultura. Una experiencia antropológica tan común, que nos sirve como uno de los mejores ejemplos del entendimiento entre seres humanos.
- Comentarios bloqueados