Ahora que se acercan tiempos de reforma, y que la LOMCE está ya siendo objeto de crítica y revisión no está de más plantearse una de las preguntas cruciales que deberíamos afrontar antes de diseñar ningún sistema educativo. Y si hace ya un tiempo apuntábamos al modelo de ser humano que se pretendía fomentar (la antropología debería ser la base de toda educación), hoy nos centramos en la meta final de la educación. Pregunta que no debería ir desligada de la antropológica pero que por ser más práctica y directa parece que es más fácil de responder. Más aún: en función de cómo se responda esta pregunta, se elaborará un sistema educativo u otro, hasta el punto de que nos podría servir para entender algunas diferencias esenciales entre las políticas educativas de los liberales y los socialistas. Frente a los que se suele pensar, las reformas educativas parten de una divergencia total respecto a cuál es el fin propio de la enseñanza, diferencia que se deja notar en múltiples aspectos de la educación. Las diferencias no son, por tanto, caprichosas, sino ideológicas.
Una respuesta inmediata es el trabajo: educación-producción. Educamos para crear trabajadores. Una lectura un tanto sibilina, pero quizás realista, de la educación, nos recuerda que la universalización de la misma vino impulsada de la mano de la revolución industrial. Se ofrece, así, una educación con vistas a que se aprendan los conocimientos fundamentales para poder después integrarse en el sistema productivo. La idea tiene aún su vigencia y cuenta con sus partidarios: al margen de objetivos idealistas, la primera condición que debería cumplir la educación es posibilitar a los jóvenes el acceso al mercado laboral. Idea que, por cierto, ha fracasado estrepitosamente en los últimos años: la actual crisis económica ha producido un resultado paradójico e inesperado. La tan denostada educación que según algunos tan mal funciona ha generado varias generaciones de titulados que, teniendo suficientes conocimientos científicos y técnicos, no pueden encontrar su puesto de trabajo. Pero no por la educación, sino por el fracaso del sistema productivo o económico. Una muestra más de que poner el fin de la educación en la inserción laboral es una visión conformista, y un tanto limitada.
Otra posible respuesta: la educación ha de transmitir conocimientos. El saber, la formación como meta última de todo proceso educativo. Es un ideal presente en algunos teóricos alemanes, que hablan de la formación del ser humano como objetivo de la educación: desarrollar al máximo nuestras capacidades. Desplegar al máximo lo que somos, lo que podemos ser. Esta perspectiva está muy presente en muchos departamentos humanísticos, pero es mirada con no poco escarnio o incluso desconfianza desde visiones más positivistas. Para qué vamos a perder el tiempo, se escucha por ahí, con literaturas, artes o teatros, cuando lo que necesita la sociedad son especialistas. Técnicos. Otra vez la educación-producción. Concepción ante la que cabe una tercera respuesta: la educación es un mecanismo compensador de desigualdades. Su fin último no es formar trabajadores o transmitir una herencia cultural valiosa, sino garantizar la igualdad de oportunidad y fomentar un equilibrio social que difícilmente sería alcanzable de otra manera. Este tercer ingrediente completa una visión muy cercana a la realidad: ninguna de estas respuestas es completa, sino que las sucesivas reformas y la propia actividad docente incluye de manera tácita o explícita una amalgama de estos tres criterios. Y la LOMCE tiene pinta de tomar una postura batante clara respecto a los tres.
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