El artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos afirma lo siguiente:
- Toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria. La instrucción técnica y profesional habrá de ser generalizada; el acceso a los estudios superiores será igual para todos, en función de los méritos respectivos.
- La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos, y promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz.
- Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos.
Estamos sin duda ante un artículo tremendamente actual. Y polémico: basta fijarse en la realidad educativa de los diferentes países para darnos cuenta de que estamos bastante lejos de cumplirlo en su totalidad, hasta el punto de que algunas de las ideas que reconoce el artículo podrían resultar molestas incluso para los más ardientes defensores de la educación como derecho universal y gratuito.
Vayamos por partes. A nadie se le escapa que las actuaciones urgentes para que este derecho sea más que una mera declaración de intenciones han de centrarse en aquellos países que cuentan aún con una alta tasa de analfabetismo o en los que los niños comienzan a trabajar a edades en las que su lugar más adecuado sería la escuela. El trabajo infantil es uno de los mayores enemigos del derecho a la educación, por lo que sin cambios en la economía de los países más pobres es imposible que las familias renuncien a un ingreso regular. Es una de las paradojas de este mundo nuestro: los países que en peores condiciones pueden garantizar el derecho a la educación son los que cuentan con unas tasas de natalidad más altas. Así que la universalidad de la educación sigue siendo una tarea tan pendiente como su gratuidad: qué gastos son "aceptables" y cuáles no sigue siendo objeto de controversia. Si la educación fuera gratuita, los libros de texto no representarían un desafío a la economía familiar cada comienzo de curso. Las voces criticas señalan que no es suficiente con un sistema educativo que presta los recursos humanos indispensables, por lo que aún hay un largo camino que recorrer para que este derecho se realice plenamente en las sociedades que se dicen avanzadas.
Aún así, no basta con la universalidad y la gratuidad. El artículo de la declaración especifica las metas de todo sistema educativo, que deberían ser fundamentalmente morales. Algo que contrasta con sistemas que parecen claramente orientados a satisfacer un sistema productivo. El mejor ejemplo lo tenemos en la próxima reforma educativa que se plantea en España: el trabajo como meta última y la economía y la empresa como motores del cambio. A nadie se le ocurriría diseñar todo un sistema educativo que parece pensado más para salir de una crisis económica que para otra cosa. Ignorando, curiosamente, que buena parte de dicha crisis encuentra su explicación en la moral. Suena muy bonito eso de educar para la paz, pero las sociedades capitalistas educan quizás para la competencia. Una tensión de la que no está exenta en ocasiones la que se pretende presentar ante la sociedad como una enseñanza moralmente superior como la concertada: presumiendo de ideario, de lo que terminan haciendo gala es de que entre sus alumnos figuran tantos o cuantos futuros médicos o arquitectos, y muestran orgullosos la colección de antiguos alumnos ilustres. ¿De verdad educamos entonces para la paz, la tolerancia y la comprensión" ¿Es fácil integrar entonces este derecho en las competitivas sociedades capitalistas" Para complicar del todo el asunto, después de marcar unos objetivos generales, el artículo recoge el derecho a la libertad de los padres para escoger la educación de los hijos. Algo que seguramente desconcertará a muchos de los defensores de la enseñanza pública: nos guste o no, los padres tienen el derecho de elegir si quieren dar a sus hijos, o no, una enseñanza basada en valores cristianos, islamistas o judíos. De forma que iría en contra del artículo una imposición obligatoria de un tipo de enseñanza similar para toda una sociedad. Una educación universal, gratuita, con fines morales pero abierta a la diversidad de enfoques y sensibilidades. Probablemente una utopía irrealizable en un mundo carente de suficientes recursos, y en el que la intolerancia y el deseo de imponer nuestras ideas sobre los demás arruina muchos esfuerzos educativos.
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