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Lo que creemos, cómo vivimos
El concepto de "creencia" cuenta con un largo recorrido en la historia de la filosofía. En muchas de las ocasiones ha sido denostado: Platón lo consideraba un conocimiento limitado e imperfecto, y en la tradición racionalista que deriva de sus planteamientos la creencia es sinónimo de falsedad. O se sabe o no se sabe. La creencia marca entonces un terreno difuso, borroso. Es el lugar de las medias tintas. Sólo desde la tradición empirista de muestra cierto afecto a la creencia: no tanto por su valor como conocimiento, sino fundamentalmente porque se pensaba que no podíamos ir mucho más lejos en nuestras investigaciones sobre la naturaleza y el ser humano. Esa "guía de la vida", en palabras de Hume, volvió a ser relegada a un segundo plano en la Ilustración: por mucho Kant quitara espacio a la razón para cedérselo a la fe, la Ilustración se ha convertido en un símbolo de la razón, en el destierro de los mitos y las creencias. El "desencantamiento del mundo" parece no tener freno, y no faltan quienes dicen que vivimos en el tiempo de la increencia, aplicando el concepto a la existencia de Dios, ahora que los autobuses imparten doctrina.

Decía Ortega que en las creencias se vive, se está. De esta forma, libraba al concepto de la carga intelectual que tradicionalmente había poseido. El caso es que esta concepción vivida de la creencia me parece al menos tan interesante como su versión intelectual. Si la aplicamos al mundo de nuestros días, se revela que el desencantamiento del mundo es principalmente intelectual: decimos o pensamos no creer en nada, cuando la vida en que estamos inmersos nos obliga a creer en muchas cosas. Pagar un café implica un acto de fé: el sistema económico actualmente en crisis se denomina, no en vano, fiduciario. La gente confía en que las monedas y billetes que entregamos son auténticos, y los prestamistas creen (o creían) que los seres humanos tienden a cumplir sus promesas y saldar sus deudas en la medida de sus posibilidades. El mercado, a mayor o menos escala, nos obliga a creer en las reglas que lo regulan. Vivimos en el mercado y en tanto que participamos del mismo creemos en él.

Creemos también en la ciencia y la tecnología: la fé en Google ( y también en Gmail) es casi un dogma, y muchos vivieron unas horas fatídicas la semana pasada. Acudimos al médico esperando que nos cure, y no solemos poner en duda las investigaciones científicas. Vivimos ante la técnica en lo que Husserl llamaba "actitud natural": la ciencia es verdadera y la técnica nos mejora la vida. Creen en la política, en mayor o menos grado, quienes acuden a las urnas. La interpretación intelectual o religiosa de la creencia es parcial e incompleta: vivir implica un conjunto de acciones en los que la "creencia" desempeña un papel protagonista. La dimensión práctica de la creencia nos obliga en cierto modo a recuperar este concepto: hacemos innumerables actividades que descansan sobre presupuestos teóricos que son, cuando menos, poco claros. Los mitos se filtran en la vida cotidiana: ya no son héroes o dioses, sino ideas preconcebidas que regulan nuestra vida, sin recibir apenas cuestionamiento, revisión o crítica. Nadie mira para ellos, porque sería descubrir que nos encontramos desnudos en un mundo que no comprendemos. Ante eso mejor creer que hay certezas y seguridades. Y mucho mejor aparentarlo, vivir como si las tuviéramos a la mano. Cualquier otra forma de vida sería un horror, ¿o no"