El problema de la felicidad ha recibido la atención de los filósofos desde hace siglos. Lo percibimos como un problema porque nos resulta complicado concretar en qué consiste. Si se nos preguntara, cualquiera de nosotros diría abiertamente que desea ser feliz. Sin embargo, no nos sería nada fácil explicar cómo queremos serlo. Y no sólo eso: cualquier tesis que planteáramos podría ser ampliamente discutida y rebatida. La consecuencia es inmediata: tendemos a pensar que cada uno es feliz "a su manera". Esta idea choca frontalmente con otra de las intuiciones que son mayoritariamente compartidas: la felicidad es un asunto de todos. En primer lugar hay quien le otorga una dimensión social: nadie puede ser feliz en un entorno social marcado por ola desgracia y el infortunio. Y se le puede dar incluso un sentido político: existen por ahí constituciones que incluyen entre sus objetivos la felicidad de sus ciudadanos, o leyes que recogen el derecho a la felicidad como uno de los fundamentales. Eso sí: sin especificar qué es eso de la felicidad, faltaría más.
Felicidad, sociedad y política. Vivimos tiempos en los que la relación entre estos términos muestra una cara complicada: en vez de pensar que la política promueve la felicidad de los ciudadanos, se extiende la convicción de que es un serio obstáculo para la misma. Lo dicen las encuestas, que apuntan a la clase política como uno de los mayores problemas del país, pero también los diferentes movimientos sociales, que denuncian traiciones, mentiras y corrupciones. Lo cual nos sitúa en las antípodas de esas constituciones que pretenden hacernos felices: parece que la manera de gestionar lo público fuera hoy una manera de ponernos trabas a todos. No es que la política no nos haga felices: más bien que cada información que nos llega de este terreno nos entristece, nos amarga. Es la reacción habitual de quien dice que prefiere no ver las noticias, no estar enterado de nada, ya que estas provocan cierta náusea vital, un tremendo asco hacia el ser humano y su forma de vivir. ¿Quién puede ser feliz después de 40 minutos de amenazas, tragedias, incertidumbres, desgracias"
La política nos hace infelices y esto nos sitúa en las antípodas de esas constituciones "felicitantes", que aspiran a que la actividad pública y la búsqueda del bien común de alguna manera contribuyan a la felicidad personal de cada ciudadano. Los planes de felicidad se han trastocado en su opuesto, y no son pocos los que, si pudieran, vivirían sin política. Pese a todas las pestes que podamos echar sobre la política, lo cierto es que este rechazo frontal pone de manifiesto esta dimensión política y social del concepto de felicidad: precisamente porque lo que ocurre en la política nos hace infelices, hemos de aceptar que la cuestión de la felicidad no es únicamente individual, rechazando ese subjetivismo que aparecía al principio. Y se nos podrá acusar de utópicos, ingenuos o idealistas, pero la consecuencia de esto es que quizás debiéramos recuperar aquella idea aristotélica (reflejada en esas constituciones "pretenciosas) según la cual la política está directamente relacionada con la felicidad. Algo que repugna a los liberales pero que está quizás en nuestra propia condición biológica: la sociabilidad del ser humano nos obliga a realizarnos también en compañía de otros. Eso es lo que otorga a la política un poder devastador sobre la vida del individuo, pero también una capacidad de abrir horizontes y oportunidades de realización personal.
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