Por lo visto, tal y como nos cuenta el artículo 7 de la Declaración de Derechos Humanos:
Todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley. Todos tienen derecho a igual protección contra toda discriminación que infrinja esta Declaración y contra toda provocación a tal discriminación.
Esta igualdad formal y jurídica es una de las bases del sistema democrático. No es posible que haya pueblo, que haya demos, si las leyes son de una manera para unos y de otra para otros, si la desigualdades reales saltan también al terreno jurídico, y la riqueza, el honor, la fama o las posesiones pueden ser coartada que justifique el privilegio y el trato diferenciado. Sabemos que la igualdad no existe: la desigualdad está ya escrita en nuestra propia naturaleza. Pero ello no quiere decir que estemos dispuestos a que las diferencias (biológicas, físicas, históricas, sociales, económicas, culturales) se cuelen a esferas en las que no tienen ningún papel que jugar. O al menos eso dice la teoría y así lo consagra la Declaración de los derechos humanos.
El problema no es decir todas estas cosas, sino tener que creérselas o incluso verse en la tesitura de explicarlas en una clase de 4º de E.S.O. Estamos cansados de ver que no todos los delincuentes son iguales, aunque sí puedan serlo los delitos. La pobreza, la incultura y el hambre cuentan en un juicio tanto o más que la acción cometida. Vivimos en sistemas garantistas que lo son menos cuando el acusado no tiene cómo defenderse. Robar es apropiarse de lo ajeno y matar es acabar con la vida de otra persona. Ambos verbos significan distintas cosas cuando en el banquillo se sienta el abogado de oficio que cuando hay todo un bufete de abogados dispuestos a velar porque se cumpla hasta la última coma de la ley procesal, con todos los plazos, espacios y trámites escrupulosamente cuidados. Esto no quiere decir que los ricos y poderosos no vayan a la cárcel: ha habido desde banqueros hasta ministros. Otra cosa muy distinta es que todos los que lo hayan merecido hayan terminado condenados. El juego del ser y el estar: valdría aquello de son todos los que están, pero no están todos los que son.
La aplicación de la justicia en los países que se dicen democráticos levanta varias suspicacias respecto a este artículo, que es, sin embargo, uno de los más importantes de la Declaración. Decir que la justicia es lenta es poco: quizás sea el momento de decir que deja de ser justicia cuando se demora más de lo necesario, o cuando para unos es más lenta que para otros. La igualdad ante la ley se diluye ante una pregunta sencilla: ¿Qué es lo que está en juego" Si se trata de los intereses del hombre común, se aplicará la ley de la forma más habitual. Cuando son personas "importantes" aparecen los tecnicismos jurídicos, los recursos, las apelaciones y las fianzas. La justicia se rompe por donde más duele, y el artículo 7 es casi un sarcasmo. Habría que reformularlo y especificar cómo se ha de aplicar: Toda la clase media es igual ante la ley, todos los parias son iguales ante la ley y todos los poderosos son iguales ante la ley. Tan iguales, que algunos de estos últimos llegan a gozar de total inmunidad. De total impunidad.
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