El artículo 11 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos afirma lo que aparece a continuación:
- Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa.
- Nadie será condenado por actos u omisiones que en el momento de cometerse no fueron delictivos según el Derecho nacional o internacional. Tampoco se impondrá pena más grave que la aplicable en el momento de la comisión del delito.
El artículo es una continuación del anterior, en el que se aseguraba el derecho a ser oído públicamente. Añade sin embargo un matiz esencial: no es sólo que tengamos derecho a ser escuchados, sino incluo a la presunción de inocencia. Algo que va mucho más allá de una cuestión jurídica y afecta casi a la moral misma: todo ser humano es inocente de partida, y habrá que demostrar la culpabilidad.
Este artículo defiende una idea que es difícil de digerir desde un punto de vista antropológico. El rencor, la venganza y la búsqueda de un culpable están escritos en nuestro pasado a sangre y fuego: reparar el daño es casi un instinto. No es que seamos incapaces de albergar otros sentimientos morales. Al contrario, la colaboración y la solidaridad social están también hundidas en nuestro origen. Sin embargo, cuando nos atacan tendemos a cegarnos, a dejarnos llevar por la necesidad de reparación. Pensar (o sentir) que de alguna manera se ha hecho justicia. Puede que la presunción de inocencia sea un principio raionalmente justificado, pero lo que está claro es que no se adapta bien al sentir de las víctimas de los más diversos delitos. Sentencias recientes y no tan recientes nos vienen a la memoria y nos recuerdan que a veces la justicia no es justa. O al menos no nos lo parece. Y podemos sentir la tentación de entregarnos a los juicios mediáticos, a los linchamientos públicos y a otras formas de justicia que en el pasado han mostrado su cara más terrible y que nos han dejado episodios bastante oscuros de nuestro pasado común. Inocente o no, alguien tiene que pagar para que la vida pueda continuar.
En diversas situaciones de la vida nos vemos obligados a elegir entre dos males. Y puede que en este caso la justicia procesal avalada por los derechos humanos sea el menos malo. Mucho mejor que aquella otra, la que se deja llevar por un ciego deseo de venganza. La lista de condenados injustamente podría ser tan larga, o incluso más, que la de aquellos que no han recibido el castigo que merecían. Hay que asumir que el artículo 11 de la declaración no nos trasfigura en lo que no somos: son seres humanos los que se encargan de juzgar a otros y eso implica que el sistema judicial nunca será perfecto. Habrá fallos que recorran el proceso, desde la investigación inicial hasta la sentencia. Por eso las condiciones que de forma expresa fija la declaración se podrán ver alteradas en algunos casos. La presunción de inocencia no deja de ser una categoría puramente jurídica: los periodistas no creen en ella cada vez que adejtivan a una persona como "presunta" y tampoco lo hacen las personas de a pie, que necesitan sus propios chivos expiatorios. El abogado la defiende fervorosamente si representa al acusado y la destruye cuanto puede si le toca el otro lado. Una idea representada en un juzgado. Y a lo que se ve, es mucho mejor representarla que simplemente señalar un culpable con el dedo y ejecutar la sentencia.
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