Pensar y proyectar Europa es uno de los mayores desafíos que tienen planteado los líderes políticos de nuestro continente. No sólo porque las últimas décadas de nuestra historia estén escritas en clave europea. Fundamentalmente hay una razón aún más poderosa: nuestra civilización no se entiende sin esta unión que es cultural antes que política. La filosofía, el arte y la ciencia están impregnadas del intercambio y la búsqueda común. Sin que esto pretenda esconder el conflicto: si algo nos ha unido en los últimos siglos ha sido precisamente la guerra. Las cicatrices de los mapas y los pueblos suturan tanto como las fronteras: lo que nos ha venido separando es lo que tiene también que unirnos, al menos en el acuerdo de que la agresión no vuelva a repetirse. Quizás la Unión Europea sea la consecuencia lógica de ser ya pueblos viejos de historia rancia: después de tanto golpearse, ya no les queda más opción que emprender el camino juntos.
Si tenemos en cuenta todo lo anterior, hay que tomar con cierta cautela todas las alarmas que apuntan hacia la disolución de la Unión Europea. Podría desaparecer el euro, o incluso es también probable que desandemos parte del camino, tratando recuperar espacios de soberanía nacional y autogobierno. Seguiremos notando durante décadas que las crisis más coyunturales (alimentarias, de salud o de cualquier otra clase) ponen en evidencia la debilidad de la unión. Más obstáculos: seguiremos pensando que las cuestiones que discuten tan acaloradamente los eurodiputados están muy alejados de nuestros intereses particulares. Y lo peor de todo: pensaremos aún durante décadas o siglos en términos de identidades nacionales. Un problema de salud en Alemania no será interpretado en clave europea, y tampoco se hará lo propio con las consiguientes pérdidas en ventas de agricultores españoles. La barrera entre el nosotros y el ellos seguirá siendo la mayor frontera que hay que derribar.
Se puede romper Europa, naturalmente. El experimento que tiene ya más de 50 años no deja de ser una intentona histórica. El anhelo de unión está en la ciencia, que es impensable en términos únicamente nacionales. Está en el arte, en la filosofía y la literatura. Los grades desarrollos culturales e intelectuales de Europa se han forjado a vuelta de correo. Sin apenas moverse de su ciudad natal, Kant vivía en Europa, pendiente de la revolución francesa. La modernidad, que es la época en que se "inventa" el estado-nación, pone las bases para la creación de algo que va mucho más allá de los países. No hay nada más ilustrado que la unión de pueblos y países. La creación de la propia identidad por oposición trajo consigo, paradójicamente, un nosotros más abierto. Algo que no podía ser de otra manera si tenemos en cuenta que los romanos o los griegos han dejado sus huellas en nuestra geografía de una manera imborrable. Quizás fueron ellos, sin saberlo, los primeros impulsores de una Europa que está por encima del euro y de los pepinos. Una Europa, la cultural, que no se puede romper. ¿Servirá de soporte y fundamento para la económica y la política" A saber...
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