El artículo 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos afirma lo siguiente:
"Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia."
Nos encontramos ante un artículo polémico, que bien podría dejar insatisfechos a muchos. Estamos más que habituados a pensar que las sociedades occidentales cumplen con los derechos humanos, mirando siempre a países lejanos cuando hablamos de quienes los ignoran sistemáticamente. Frente a esta actitud, algo acrítica y quizás etnocéntrica, este artículo apunta a una libertad cuya realización en la sociedad democrática en que vivimos no contenta a nadie. Reconociendo la libertad de conciencia, la declaración está aludiendo de manera indirecta a la tolerancia y la convivencia entre distintos credos, y la experiencia demuestra que esto resulta más complicado de lo que pensamos.
Están quienes interpretan que la manifestación pública de sus creencias les legitiman para ocupar las calles y plazas en ciertas fechas del año. Entienden que los lugares públicos son tan adecuados como sus propios templos para expresar ante la sociedad sus propias creencias. En el polo opuesto, están quienes consideran que la sociedad debe mantenerse absoluta y totalmente neutral respecto a cualquier clase de creencia, por lo que esta debe recluirse al plano puralmente personal e individual, sin presencia en ninguno de los ámbitos públicos de la vida. Ni en la calle ni mucho menos en la enseñanza. Una vez más el artículo se mueve en el terreno de la ambigüedad: hace referencia a la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia que podrán expresarse tanto en privado como en público. Lo más asombroso de todo es que más de sesenta años después nosotros mismos, occidentales de pro y artífices en gran medida de la declaración, no nos ponemos aún de acuerdo en qué significan estas cosas.
Es fácil escapar de la confusión y mirar a los conflictos que parecen fuera de toda discusión: sabemos que hay países en los que ciertos credos están perseguidos. Quienes los profesan se exponen a la cárcel, a la tortura o a la muerte. Y creo que aquí será fácil lograr la unanimidad de creyentes y laicistas: este tipo de situaciones son de todo punto condenables. Cada uno de nosotros tiene derecho a creer en lo que considere oportuno: que Dios existe o que no. A adorar al Dios cristiano, al Yahveh de los judíos o a rezar cinco veces al día a Alá. Por la puerta de este derecho individual se cuela el problema del espacio público: cada cual entiende que este artículo respalda su derecho a la manifestación pública de su fe, y que no puede ser perseguido ni reprimido por el estado. Una invitación a la tolerancia que resulta paradójica: podríamos estar alentando creencias que atenten contra artículos de la declaración aún más esenciales que este. Más de seis décadas de derechos humanos que en occidente no han resuelto el conflicto, acrecentado en las últimas décadas, de la convivencia social. Porque no se trata de otra cosa: respetar que tú creas lo que quieras creer y que te puedas manifestar, si me permites a mí hacer lo propio mañana. Y siempre que nuestros credos sean compatibles con el resto de la declaración. ¿Es esto tan difícil de cumplir" La respuesta parece muy clara: sí.
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