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Sobre los límites de la moral y la civilización
Carátula de Un dios salvaje

Ha ocurrido en la historia de la humanidad como en la de cada ser humano: incidentes totalmente irrelevantes pueden ir creciendo hasta provocar auténticas batallas. Nos enrrocamos en posturas supuestamente morales, discutimos la carga semántica de uno u otro término. Tratamos de orientar el discurso hacia lo que consideramos justo y verdadero, asumiendo que tales calificativos no tienen absolutamente nada que ver con nuestros propios intereses. Actitudes que, replicadas en nuestro interlocutor, hacen que se endurezca el diálogo, que se petrifique, y que al final se rompa en favor de una discusión desairada, llena de descalificativos que jamás habíamos imaginado en un principio. Una vivencia que todos de una forma u otra hemos podido experimentar, y que pone de manifiesto un yo oculto, que duerme en el fondo de todo ser humano, y que sale retratado perfectamente en la película que comentamos hoy: un dios salvaje.

La cultura y la educación son sólo barnices, maquillajes de corta duración que se borran al más pequeño contacto con el agua. Los adultos piensan de sí mismos que son los educados, los encargados de civilizar a los niños. Según el prejuicio común, estos son pequeños salvajes, sin normas ni límites más allá de los que los adultos imponen. Por eso, ante cualquier pelea adolescente, tiene todo su sentido que los padres se sienten a hablar del asunto, y que busquen la mejor manera de que la agresión no se vuelva a repetir. Los siglos de educación moral que llevamos a nuestras espaldas tienen que mostrar su eficacia. El problema salta cuando el proceso de pacificación y los rituales de la disculpa no transcurren por donde se esperaba. Es entonces cuando los adultos dejan de serlo y son capaces de convertir la más insulsa de las cuestiones en auténticos problemas irreparables. Cruces de insultos y acusaciones, gritos y zarandeos, que pretenden subsanar lo que con frecuencia los niños y adolescentes son capaces de encauzar por sí mismos.

Estamos ante una película sin pretensiones, que bascula fundamentalmente sobre la interpretación de sus cuatro protagonistas. No hay que olvidar que está basada en una obra de teatro, por lo que hay que fijarse más en el guión y la actuación que en otros aspectos. Sin embargo, precisamente por su sencillez, logra recoger la fuerza de la obra y cuestionar seriamente a quien la ve. Un dios salvaje critica la sociedad y la moral, y saca a la luz el monstruo que todos llevamos dentro. La película es Nietzsche en estado puro: Apolo contra Dioniso. Aquellos que tratan de hacer ver, porque de eso se trata de una mera apariencia, que los valores y las normas son válidos, que nos permiten vivir de una manera armoniosa, frente a aquellos que, ya prácticamente desde el minuto uno, son conscientes de que la vida rompe las fronteras de la moral, y que la fuerza física u otros síntomas de poder son los que verdaderamente rigen el mundo. Una pequeña lección de hipocresía: todos aparentamos ser muy civilizados, cuando en realidad no hace falta demasiado para desestabilizarnos. Una enseñanza inquietante para una sociedad como cualquiera de las occidentales que presume de democracia y de derechos humanos, pero que mira hacia otro lado cuando la fuerza bruta termina convirtiéndose en el único principio de legitimidad. Una película más que interesante y muy recomendable para criticar la sociedad que vivimos, pero ser conscientes también de aquella en que podríamos vivir si desandáramos el camino recorrido hasta ahora.

La película también me gustó, Miguel. Su estructura teatral y el contenido mismo de la película me recordaron la obra "A puerta cerrada" de JP Sartre. Tanto esta pieza sartreana como el Dios salvaje de Polanski, ofrecen un modelo magnífico de lo que podemos llamar un "experimentum crucis" filosófico. Quizás la famosa sentencia de "A puerta Cerrada", "el infierno son los otros" pueda servir de etiqueta a la película. De igual modo, en la película también observamos - como en la obra teatral - el cambio en las alianzas de los personajes, las afinidades electivas, la contingencia misma de las relaciones humanas precisamente por esa quiebra de las convenciones ante el empuje de las fuerzas de lo individual y su necesidad de justificación (y dominio o humillación). Es curiosa, y divertida, la quiebra de los vínculos matrimoniales y las asociaciones por sexo entre los protagonistas. LO que no tengo clara es la articulación de "vida" y "moralidad" en tu escrito, siendo la primera el reino de lo fuerte, el impulso egoísta, el deseo de romper constelaciones de sentido y la segunda, la moral, el espacio de la debilidad(el momento civilizado que, a la primera, se rompe). Sucede que, en ocasiones, la moral-cenicienta es la que sojuzga a la vida y sus deseos expansivos(Nietzsche dice algo así). Además, ¿encontramos a la vida y a la moral en estado puro en la realidad o en las ficciones que comentamos?. ¿No estamos ante diversos modelos o proyectos que luchan, simbólicos y vitales ambos, uno centrado en el mantenimiento del orden doméstico y político, con su espuma de corrección moral,la suave monotonía de la costumbre y el matrimonio con nuestras pequeñas seguridades; y, en otro lado, el deseo de otra vida, el inconformismo con esos impuestos de infelicidad y humillación que pagamos para mantener un orden que, al parecer, nos libera del salvajismo, pero nos deja insatisfechos? ¿No hay una confrontación - y traigo al viejo Rorty a escena - de los límites de la ética liberal pública al tratar de acoplarse al ironismo privado, el pensar sin tapujos ni contrafuertes, la inteligencia y el yo, el impulso y el cuerpo, exigiendo su publicitación, la voladura del encierro de la palabra no dicha por educación, el gesto no enunciado por civismo, lo no ejecutado porque nos resulta demasiado violento "para un niño de la infancia"?. En todo caso, me gusta el final de la obra de Sartre: "Estamos juntos para siempre... Pues bien, sigamos". Un saludo y larga vida a la escuela pública,a la filosofía en las enseñanzas medias y al dios salvaje del librepensamiento ironista. Rebelión es civilización Luis