La corrupción es uno de los escándalos habituales de nuestra democracia. Puede sonar contundente, pero es así. Me toca comprobarlo año a año cuando por estas fechas corregimos en clase ejercicios en los que hay que buscar noticias que reflejen la relación que hay entre ética y política. Todos los cursos se logra un resultado similar: la corrupción. Siempre es noticia y siempre es imagen simbólica, a juicio de los alumnos de 4º, de cómo se relacionan ética y política en nuestra sociedad. La sensibilidad de la sociedad siempre está alerta ante este tipo de sucesos que suelen despertar un gran rechazo por parte de todos. El siguiente paso es la generalización, asumiendo como una conclusión generalmente válida que la corrupción es, por desgracia, una constante en nuestra vida política. Una fractura más entre el ellos y el nosotros, que debería sin embargo ser sometida a revisión y crítica.
Este tipo de discusiones me suele recordar cierto estudio que se comentó hace ya un tiempo en varios periódicos. Se basaba puramente en encuestas sobre la disposición a la corrupción en diferentes países. Preguntados por la posibilidad de incurrir en corrupción siempre que se tuviera la certeza de que el hecho no sería descubierto nunca, en España más del 75% de la población contestaba afirmativamente. El contraste surgía al realizar la misma pregunta en los países nórdicos, donde la predisposición a la corrupción bajaba a índices que rondaban el 15%. No hay por qué entender que este tipo de estudios son absolutos y concluyentes. Es más, podríamos basarnos incluso en nuestra experiencia diaria: de una forma más o menos intuitiva, no son pocos los que piensan que en otros países hay un mayor aprecio por lo público, y un respeto más acentuado hacia el servicio público que implica la política. Algo que se nota en un menor índice de corrupción o en gestos tan sencillos como la dimisión cuando algún cargo importante ha sido descubierto realizando acciones de moralidad públicamente cuestionable.
El problema de fondo es que ese ellos y ese nosotros que antes separaba no están tan distantes. Los políticos no son ellos: somos nosotros. Suelo preguntar a los alumnos en clase cuántos de ellos seguirían los pasos de los muñoces, urdangarines y matas que en el mundo han sido, y la respuesta suele ser sincera: un nutrido grupo de alumnos reconocen que también ellos, de ocupar sus puestos, buscarían privilegios personales. Culpar a la política de la falta de ética es mirar en la dirección equivocada. Los políticos que hoy roban fueron educados ayer en un contexto social determinado. Y no hay que olvidar este dato: los que van a robar mañana, están ahora mismo cursando alguno de los cursos de la secundaria y el bachillerato. La corrupción es el fruto de un suelo moral frágil y quebradizo, que extiende sus ramas desde el comportamiento en la calle hasta los más altos despachos. Y mientras esto no se cambie, de poco servirá que nos rasguemos las vestiduras y que lancemos contra los corruptos todo tipo de soflamas incendiarias. No hay forma de cambiar la política que no pase por un cambio social. Otra cuestión es quién y cómo le pone el cascabel al gato. Pero eso ya es harina de otro costal.
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