Pasar al contenido principal
Los exámenes: ¿acaso nunca hemos de llevarlos a examen?

Toca preparar los exámenes. No importa si ayer, hoy o mañana. Estamos en fechas. Cuántas veces he oído aquello de "dime cómo examinas y te diré cómo enseñas". No sé si esto me dejaría en muy buen lugar. También me sé aquella otra de "terminamos examinando de la misma forma que nos examinaron a nosotros". Sea. Quizás me sirva como inicio. Examinar. Calificar. Evaluar. Reflejar en un dichoso y maldito número lo que alguien sabe de filosofía. ¿Acaso es eso lo que debo cuantificar? ¿Lo que sabe de filosofía, lo que sabe filosofar...? O mejor: ni filosofía, ni filosofar. Se le decía a Horacio que hay en el cielo y la tierra más de lo que puede soñar su filosofía. No sé si lo hemos aprendido l@s profesor@s de filosofía. Más bien trastocamos a Sahkespeare: no hay más en el mundo que nuestra querida filosofía, que ese universo de conceptos, teorías y argumentos que descubrimos por arte de birlibirloque detrás de cada pálpito cultural. Cómo no examinar entonces. Cómo no poner a prueba y someter al filosofante escalafón. 

 

¿Qué preguntar? ¿Por qué preguntarlo? ¿Qué tipo de trabajo esperamos de quienes contestan? Acaso sea de verdad tan importante. Debamos entonces convertir nuestro saber en uno más de los criterios para pasar o no. Para llegar o quedarse en el camino. Es inconcebible que se pueda ser buen ingenier@, maestr@ o jurista sin conocer la sustancia aristótelica, vórtice intelectural del saber universal. Piedras angulares del conocimiento que pueblan nuestros exámenes. Ideas odiadas y seguramente no bien entendidas, pues el aprendizaje por obligación no puede regar el conocimiento, la maduración. Preguntar esas definiciones prístinas y orignarias, cuna del saber y la cultura. Pruebas de lectura... ¡Ah, las pruebas de lectura! Querer saber que has leído, y para ello hacerte preguntas que no necesariamente has de responder correctamente. Aunque hayas leído y entendido. Mi hermenéutica contra la tuya. Un juego asimétrico de horizontes de comprensión. Sometido a juicio, encontramos buenos motivos: "porque sí", "porque lo digo yo", "porque siempre se ha interpretado así". 

 

El examen. Ese clímax dramático del gran teatro del mundo educativo. Tenemos que creer en su eficacia, seguir jugando el rol. Dar continuidad a esa hoguera de las apariencias y las buenas maneras (educativas, se entiende). Tres meses de discusiones, debates, presentaciones, intercambios, anhelos... condensados en apenas una hora que se inicia con el mayor de los horrores vacui que puede sentir el humano: la hoja en blanco de un examen. Hay que llenarlo. Como sea. Cuanto sea posible. Tirar de la memoria fotográfica. Recordar aquel esquema del inicio de la evaluación que nos llegó por el Whatsapp. Esas pruebas que se entienden como sinónimo de calidad, pues la educación se quiere convertir en una empresa, en un negocio. En una competición. Éxito educativo. Competencia. Preguntar y preguntar y preguntar. Presión para adolescentes que asisten atónitos a la rueda. Incomprensión por parte de unos pocos: esos son los marginales, los que van por los lados del sistema. El resto seguimos todos encarrilados: examen, examen, examen. Que gire la rueda y todo continúe. Así al menos nadie, o casi nadie, se da cuenta de que estamos siempre en el mismo punto: un giro que nos arrastra y atropella. Dejar de pensar tanto. Y a corregir, que es lo que toca. La semana que viene, se cierra el Iesfacil.