Entre ese batiburrillo informe de cosas que es el arte hay una que es innegable: el arte es expresión de una subjetividad. Cualquier obra está hecha de pintura, mármol o notas musicales, pero fundamentalmente de vivencias, sentimientos y recuerdos. El artista, cualquier artista, se expone ante los demás en un grado muy superior al del resto de procesiones. El tópico dice que trabajar ante el público es duro y desgasta. Nadie lo hace más que un poeta, un pintor o un músico. Evidentemente hablarmos de un diferente "estar ante el público", pero precisamente es más personal e íntimo el del artista. Quiera o no este nos cuenta cosas de su vida que no se hablan entre vecinos, compañeros de trabajo o incluso amigos. Cualquiera que esté leyendo esto ignora si quien le vende el pan ha sufrido un desengaño o si sufre de angustia vital, pero son detalles que puede conocer perfectamente leyendo las novelas de su autor favorito. La exhibición es aún más dura en ciertas artes. Las no reproductivas pueden tener incluso un efecto catártico: el pintar vuelca su odio o su tristeza en un cuadro. Meses después de terminarlo logra venderlo y casi se podría decir que aquel cuadro le ayudó a superar aquella circunstancia. Sin embargo, hay artes que funcionan principalmente a través de la reproducción. De ahí la pregunta que aparece más arriba: ¿Quién querría ser Bob Dylan?
Más allá del dinero, la fama y todo lo que se quiera ver, el tormento del artista que está obligado a reproducir una y otra vez su obra es muy claro. Es difícil que Eric Clapton no recuerde la muerte de su hijo cada vez que inicia las notas de Tears in heaven, y por muy mayor que esté Dylan, seguro que se acuerda perfectamente de aquella chica a la que dedicó Like a rolling stone. La mala baba que destila la canción no deja lugar a dudas. En estos casos, no es que deje de ser catártico: el arte puede llegar a ser un tormento. Anámnesis: cantar la canción, recitar el poema o representar cierta obra de teatro pueden ser formas de recordar. De revivir. Lo cual puede ser maravilloso cuando el arte es festivo, alegre, cuando la obra nos pone una sonrisa en la boca. Cuando el arte nos da fuerza. Pero puede terminar siendo una tortura si revivir aquello nos amarga, si nos hace perder las gansa de vivir. Algo que, tengo la impresión, ocurre con mayor frecuencia. Todo esto puede acentuarse si la obra en cuestión logra un gran éxito: hemos de cargar entonces con la obligación, social, cultural, artística, de cantar una y otra vez aquello que en su día se quiso olvidar.
Derecho al olvido. De eso se trata también. Queremos que el arte nos salve de la vida, canalizar a través de él aquellas experiencias de las que queremos librarnos, aliviarnos. Los artistas logran a menudo el efecto contrario. El grito le tuvo que enseombrecer a Munch hasta el más soleados de los días, tuvo que borrarle la sonrisa incluso años después de haberse desprendido de la obra. El artista crea simbolos estéticos de su propia vida, y de esta forma la inmortaliza. Renuncia a su derecho a ser selectivo, a su derecho a olvidar. Porque si pretende hacerlo más adelante ahí estará la obra vigilando astutamente que no se la traicione. Que no se la abandone. A su manera, nosotros elegimos lo que somos, la imagen que damos, lo que recordamos y lo que olvidamos. El artista se exhibe en la representación que crea y adquiere con ello un compromiso estético y vital de consecuencias imprevisibles. Por esto resulta tan ingenua e infantil aquella frase de las películas de postguerra: "mamá, quiero ser artista". Porque el arte, el de verdad y no el faranduleo, implica un coste vital difícil de asumir. Una empresa de esfuerzo, tiempo y talento que no muchos pueden asumir de un modo auténtico y consecuente.
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