La historia tiene sus vaivenes y no podía ser menos en la historia de las ideas. Unas que vienen y otras que van. Platón y Hegel están sentados en un lado del balancín, mientras que Hume y Nietzsche hacen de contrapeso. Esas cuestiones tan sesudas se encuentan en cualquiera parque infantil. Hace ya más de un siglo que se dio por muerta a la metafísica. El discurso sobre el ser era, para muchos, un disecurso sobre la nada, y se habló de que vivimos en un periodo "postmetafísico". La vieja guardia del ser juegó sus últimas bazas apostándolo todo al negro de la ontología, pero la ruleta hizo que la bola se detuviera en el rojo de la deconstrucción. Leer filosofía de los últimos cien años es asistir al declive de conceptos como esencia, se o verdad. Más aún: el relativismo ha sido abrazado alegremente desde mucho ámbitos. Las verdades son locales, lo son son en un sentido limitado. En el mundo de las sombras solo puede haber verdades a medias. Lo malo de una verdad a medias es precisamente que tiene su reverso: a su sombra crece también media mentira. Pero es algo que no nos ha preocupado demasiado: veníamos de un régimen dogmático, con unas verdades tan férreas, tan duras, tan incuestionables que prácticametne no nos dejaban respirar. Nietzsche y sus adláteres tienena Platón y sus amigos en la parte alta del balancín: los metafísico lloran porque no pueden bajar solos. Los postmetafísicos se ríen de ellos y aprietan fuerte el culo contra el suelo: ¡Muerte a la metafísica!
El caso es que la filosofía de salón acostumbra a escaparse de ese salón. Salir al mundo, dar paseos. Extenderse. Y ahora la metafísica, a su manera, nos devuelve el golpe. El pensamiento débil de la verdad del claroscuro se ha hecho aún más débil. La claridad deviene oscuridad. Y esa fuga de la metafísica es sentida con vértigo: cuando no hay verdad alguna, cualquier cosa puede serlo. Y es ahora, ironía del destino, cuando queremos que vuelvan una cierta verdad, cuando estamos ya hartos y cansados de las "fake news" o de ese engendro que ha dado en llamarse "postverdad". Volviendo al sentido lúdico del parque: la broma de los postmetafísicos está yendo demasiado lejos. Y le da a alguno por sugerirles: venga, va, soltad un poco las piernas, despacito, y dejadles que bajen. Cambiemos el balancin por el columpio, en el que el viene y va es más automático, en el que no hay mecanismos de poder que sostengan ese imperio de lo falso. El chismorreo, la maledicencia, la mentira ha tenido las patas más largas de lo que pensábamos: ahí andamos, con gobernantes que jamás pensamos que gobernarían. Con decisiones políticas que jamás pensamos que se tomarían. Una broma es una broma, pero la verdad que aparezca. Y el caso es que no aparece.
Ante este espectáculo, le da a uno por pensar si acaso no hayamos vivido durante siglos en un "fake world". El mundo era mentira y nosotros no lo sabíamos. Nos hablaban de democracia, de DDHH, de consensos sociales, de valores sociales y políticos... pero el mundo andaba en una dirección distinta. ¿Dónde estaba entonces la postverdad? ¿En el mundo o en esa descripción con niveles variables de edulcorantes? La crítica al discurso metafísico, moderno e ilustrado, nos ha dejado huérfanos de verdad, sometidos a una especia de mentira virtual, líquida, mediática. No obstante: es duro quedarse huérfano. En ciertas fases de las vida los padres son la vedad, los referentes. El discurso postmetafísico no consigue entonces acabar con la metafísica sino que abre la posibilidad de que otras verdad aglutinen la necesidad de identificación. Muerta la moral tradicional, crearemos otra nueva. La nueva nación pisa el cadáver de la vieja. Y mientras el juego de la historia nos muestra sus recovecos más inesperados. Ya no hay medias verdades, ni consensos, ni acuerdos. La metafísica se ríe con una mueca vengativa: quizás el niño que juega con la vida y la historia se haya ansado ya de jugar a hacer castillos de arena y esté a punto de pisotear todo lo construido. Olvidarse de la arena, y tirarse unas cuantas veces por el tobogán.
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